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HISTÓRICA DECISIÓN JUDICIAL

El general lloró al conocer la sentencia

Y Pinochet lloró. Media hora antes de que los jueces de la Cámara de los Lores emitieran su veredicto ayer por la tarde, una intérprete oficial salió desde Westmister hacia el hospital psiquiátrico donde estaba el octogenario exdictador chileno. La intérprete tuvo la cortesía de leerle a Pinochet, en castellano, el dictamen que lo convierte en extraditable. La funcionaria británica le leyó el texto dos veces a petición del general.

Según fuentes próximas al caso, Pinochet reclamó una segunda lectura del veredicto para asegurarse de su comprensión. Terminado el trámite, se llevó las manos a la cara y rompió en sollozos. Enclaustrado en su habitación, con dos policías en la puerta, el general debió sentirse engañado por la falsa esperanza de sus abogados defensores de la prestigiosa firma de Kingsley Napley, que horas después de su detención el 16 de octubre emitieron un comunicado con aplomo. "El general y su familia están seguros de que saldrán exitosamente de este lío", decía el último párrafo del documento que repartieron a la prensa.Pinochet cumplió ayer 83 años pero motivo para celebrar tal acontecimiento sencillamente no había. Por la mañana, un fornido representante de la Fundación Pinochet había llegado hasta las puertas de la costosa Clínica Priory, en el el noroeste de Londres, donde van a parar los rocanroleros con problemas de alcohol y drogas, en una furgoneta blanca. Ayudado por otros admiradores de Pinochet, extrajo una gran nevera portátil de color azul y que contenía una tarta de cumpleaños. Los guardias le dieron un vistazo y luego paso. Uno de los telefonistas del establecimiento confirmó, sin querer, que en el resguardado perímetro de arboledas y murallas estaba en progreso "un cumpleaños muy especial". Fuentes muy próximas al impenetrable cortejo que acompaña al general dijeron que Lucía Pinochet estaba tratando de organizar una fiesta vía satélite entre Londres y Santiago para que el general viera en una pantalla de la televisión de su cuarto a sus admiradores chilenos deseándole, en directo, un muy feliz cumpleaños y ofreciéndole consuelo "porque todo esto, mi general, ya verá, se va a arreglar". Menos esperanzador resultó el pronóstico que Gemini Jane, la más popular astróloga del Reino Unido, había lanzado hace tres días. "Si el 25 de Noviembre es su cumpleaños", decía, "espérese un día de emociones fuertes porque su vida va camino de grandes, grandes cambios".

Para Pinochet, el gran cambio puede ser esencialmente de residencia. Anoche se hacían preparativos para trasladarlo a un lugar de la campiña inglesa donde, en un piso bajo vigilancia policial, como todos los presos, deberá esperar a que se pronuncie Jack Straw, el ministro del Interior en cuyas manos descansa el destino del exdictador. Algunos decían que podía ser en el verde condado de Kent. Otros apostaban que en una casa con vista a los acantilados de Dover. Lo cierto es que el general, de momento, se queda en Inglaterra y que los dos aviones que le mandó la Fuerza Aérea Chilena van a tener que esperar.

Esa noticia, que sorprendió a todo el mundo, no causó mayor impacto en el albañil que ayer por la tarde reparaba uno de los pilares de la Embajada de España, en Belgravia Square. Su actitud fue ambivalente. "Los lores deben tener razón por algo", dijo el obrero inglés. "Pero al mismo tiempo, esas cosas que hizo Pinochet son tan antiguas que quizás valdría la pena olvidarlas". En la acera opuesta paseaba una pareja de turistas madrileños, la vista clavada en un mapa de Londres.No se habían enterado del veredicto de los lores. Un sesentón elegante y llamado Enrique Díaz Rato resumió la reacción de muchos españoles: "Hombre, qué paquete para el Gobierno si lo extraditan...", dijo. Entre los sorprendidos estaba nada menos que el director italiano Bernardo Bertolucci, que reside en Londres. Tan solo la noche del martes compartía el pesimismo de muchos y apostaba a que los lores darían a Pinochet un billete de regreso a Santiago. Pero minutos después de conocerse el veredicto ayer, el célebre cineasta reconoció que muchos nos habíamos equivocado. Trazó un pararelo con las complicaciones que en su país han recaído a propósito del caso del dirigente kurdo Abdulá Ocalán. "Lo de hoy nos hace pensar en que estamos reencontrándonos con un camino que creíamos perdido", dijo Bertolucci.

Frente al número 12 de Devonshire Street, la sede de la embajada de Chile, lo que había era un festejo al que se sumaban decenas de chilenos, sudamericanos, ingleses y mirones de todas las nacionalidades aprendían y repetían estribillos espontáneos bajo una bandera roja sin más identificación que la famosa efigie en negro del Che Guevara. "Senador vitalicio, te llegó la hora del juicio", cantaban unos. "Aquí se queda el huevón. Que se vaya el avión". "Augusto, estás cagado de susto" gritaban otros. Y luego, en coro una denuncia contra el embajador Mario Artaza: "Gobierno chileno, vergüenza nacional". De una ventana de la legación apareció fugazmente la silueta de un funcionario. "Agregado militar", gritaron los manifestantes. "Nadie ya te va a salvar".

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