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La servidumbre de los padres

No hay nada más injusto en la España de finales de siglo, quitando las malditas desigualdades económicas, que el estado de sumisión que sufren innumerables padres por parte de sus propios hijos. La situación resulta ser más grave de lo que parece a simple vista, pues uno de los peores tipos de esclavitud se padece en el seno familiar. Por motivos de discreción y de objetividad, no aludiré a ningún caso por mí conocido o que tenga algo que ver con mi profesión de enseñante, sino que trataré de considerar la esencia de este problema, su origen y sus posibles soluciones. Parece mentira lo voluble o cambiante de las sociedades, ya que hemos pasado en el transcurso de entre una y tres generaciones a una inversión total de los papeles o roles: de la casi servidumbre de los hijos y de los alumnos por parte de sus padres y profesores a la sumisión actual de éstos al capricho de los adolescentes, jóvenes y no tan jóvenes. Veámoslo. Los ciudadanos españoles de una edad de 65 años o más, saben de sobra (por cierto, no paran de repetirlo hasta la saciedad) que la mayoría en su infancia eran sometidos a una austeridad desdeñosa, en un sistema familiar en el cual no tenían voz ni voto y en el que cualquier defecto o acto propio de la infancia se corregía duramente en la escuela y en el seno familiar. Como es sabido, el tipo de familia que se llevaba en el nacionalcatolicismo se sujetaba a las directrices del padre o pater familias y el hijo se concebía como alguien que nacía para obedecer, ayudar a los padres y ponerse inmediatamente a trabajar (¿cuántos niños de seis a 10 años, en esa época, trabajaban en el campo, al cuidado de una cabra, etcétera?). Por esa causa, a los padres y a los profesores se les trataba de usted y con temor, puesto que cualquier desobediencia se reprimía severamente con guantazos paternos o vara de fresno en mano del maestro de escuela. Sin duda alguna, tal tipo de educación tenía cierta dosis de locura y de injusticia por basarse desmedidamente en la sujeción y en la obediencia ciega. Es decir, al niño no se le permitía realizarse como tal, se le exigía un comportamiento serio y de adulto a muy tierna edad, se le insertaba en el mundo del trabajo antes de ser adolescente y al poco de la mayoría de edad se marchaba de casa para casarse con quien ordenase, en demasiados casos, su padre o su madre. Evidentemente, este tipo de comportamiento familiar fue bendecido y apoyado por la Iglesia católica, omnipresente en todas las esferas de lo social y dirigiendo todo a su gusto desde los resortes del Estado católico, apostólico y falangista. Por el contrario, actualmente se ha doblado la balanza excesivamente a favor de los hijos y de los alumnos. Así pues, si un estudiante es maleducado, impertinente o grosero, hoy en día, poco pueden hacer sus profesores sino resignarse y esperar a que acabe el curso. En el caso de los padres, la situación empeora aún más. Hoy en día casi todo gira excesivamente en torno a los hijos y el único derecho de los padres consiste en trabajar duro para pagar sus caprichos. Hasta tal punto ha llegado esta especie de servidumbre que se dan miles de casos en España de adultos que duplican la mayoría de edad o más (36 años o más) y se encuentran tan cómodos en la casa paterna (sin pegar ni golpe, con su madre haciéndoles la cama, limpiando la casa, cocinando, fregando), que con tales comodidades los hay que ni siquiera disimulan buscando un puesto de trabajo, pues evidentemente los hay que no desean insertarse en el mundo laboral. Hasta tal punto se está llegando en este despotismo descarado que muchos padres jubilados se quejan de que sus hijos los tratan con excesiva severidad, exigiéndoles que sean perfectos y no pasándoles ni el menor defecto. O sea, los hijos se toman las libertades que les venga en gana y practican los más diversos vicios, pero que no se les ocurra a los padres si no quieren ser vilipendiados con soberbia. La posible solución vendría al evitar los excesos, huyendo de la crueldad del pater familias antiguo romano o contemporáneo franquista y de la excesiva condescendencia actual. El saber antiguo nos podría ayudar a comprender el problema y el posible remedio en la sabiduría popular de los vetustos egipcios. Los habitantes de este pueblo trataban bastante más humanamente a sus mujeres, esclavos e hijos que los romanos (alguien meditará "por eso los romanos conquistaron medio mundo y ellos no"). Por esa razón nos alerta esta máxima egipcia: "Si eres hombre noble y engendras un hijo por la gracia de Dios, si él es honesto cuidará de ti, cuidará de tus bienes. Trátalo con bondad; es tu hijo, tú lo concebiste, no lo apartes de tu corazón. Pero si se aprovecha, castígalo". Obviamente, en Egipto al tratar más humanamente a los hijos que en el Imperio Romano, lo aprovechaban muchos de los vástagos para aprovecharse de sus padres. Ya ven cómo hace miles de años se tenían problemas parecidos. Tan semejantes que yo les pregunto a ustedes, ¿cuántos miles de padres españoles no piensan que sus hijos se aprovechan de ellos sin aportar otra cosa al patrimonio familiar? Ciertamente, es así. Por algo el parlamento catalán (los catalanes siempre tan vanguardistas, europeos y sensatos) hará tres años que aprobó un proyecto de ley que autorizaba legalmente a los padres a exigir la cooperación a la economía familiar a los hijos mayores de edad que residan en la casa paterna y se ocupen de cualquier actividad retribuida. Asimismo el Código Civil dispone: "Los hijos deben contribuir equitativamente, según sus posibilidades, al levantamiento de las cargas familiares mientras convivan con ella" (art.155.2). Quisiera que la sociedad en su conjunto se tomara en serio este problema y se debatiese con profundidad, ya que una cosa es la estima que merecen los alumnos por parte de sus profesores o el amor que dispensan los padres a sus hijos y otra cosa es hacer el primo descaradamente, donde ellos sólo tienen derechos y los padres y profesores obligaciones. No nos confundamos de la manera más pueril: ¿es lo mismo el amor y la amistad que hacer el primo indignamente? Yo, por mi parte, creo que no y, por ello, he aportado la posible solución de portarse bien con ellos siempre, excepto en el caso cuando se observe que se aprovechan descaradamente de la situación; pues si como nos advierte Cicerón, la propia naturaleza impulsa al amor y el respeto hacia quienes nos han dado la vida, ¿por qué seguir tratando y sirviendo como a reyes a quienes (evidentemente, hay de todo en la viña del Señor) no manifiesten ese amor natural y sí un egoísmo tan exacerbado que les conduzca a explotar y a aprovecharse de sus padres? Reflexionen ustedes, en este asunto, si lo desean. A mí parecer, el problema está claro y la solución quizá también: no ser tan serviles con nadie y menos con quien no lo merezca por su mezquindad.

Raimundo Montero es profesor de Filosofía.

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