En los vastos dominios de la porcelana
Si Kändler modeló en caolín al Pulchinella de la Commedia dell"Arte, en Meissen, Juan Lladró esmaltaría, en púrpura y manganeso, a Julio Anguita con sombrero calañés de bandolero romántico y generoso, para su museo de Nueva York; y qué riñón de dólares por pieza. Pero jamás le daría su voto. Jamás: ni aunque le reembolsara los sesenta millones de impuestos personales que ingresa, cada año, en el erario. Juan Lladró rindió su adolescencia recorriendo los vericuetos entre la agricultura y la azulejería; sus manos eran ya de artesano, pero siempre guardó la maliciosa sabiduría del rústico: los políticos evitan a los empresarios, porque los tienen por explotadores. Seguro, aunque no todos los políticos, sí bastantes empresarios. En 1993, Juan Lladró que olfateaba los meteoros y predecía las lluvias, leyó las entrañas de una urna y vaticinó: el PP, en teoría, es conservador; pero en la práctica, igual que el PSOE. No está ni en la derecha ni en el centro, sino en un punto que le permite captar votos, de una y otra parte. Pero el arte de Juan Lladró no es el de la adivinación, ni siquiera mete la cuchara en la perola del oráculo de Delfos: Mi reino no es de este mundo; mi reino es de porcelana, de talegas y de letras de cambio. Juan Lladró Dolz atrapó el primer destello de la vida el seis de junio de 1924, en Almàssera; le seguirían sus hermanos José y Vicente. Con su padre, se fueron al surco, removieron la tierra y comieron de sus frutos; estudiaron en la Escuela de Artes y Oficios de San Carlos, en Valencia; y se iniciaron en el menester artesanal de la alfarería, de la cerámica, de la arcilla, del gres, del feldespato; en Tabernes Blanques, construyeron su propio y modesto horno; establecieron su propia y modesta cacharrería; y finalmente, con sus recursos y sus pretensiones, fundaron su propia empresa: Lladró SA. Era por 1953 y había que echarle mucho ojo a la hucha y el mercado, para que la penuria de aquellos tiempos no les desmantelara el tinglado familiar. Y no sólo salieron indemnes y enarbolando unas emblemáticas flores de loza, sino que levantaron un imperio de apariencia frágil, pero seductor: damas y arlequines patrullaban las fronteras; y el mundo entero era una urna donde un apuesto astronauta ofrecía una esfera de color azul cobalto y plata a una marquesa rococó; y don Quijote exhibía su carniseco desvarío en el buril del ácido fluorhídrico. Los dominios de la porcelana escriturados a nombre de la dinastía Ming pasaban a la dinastía Lladró, con la plusvalía de Meissen, Sèvres, Limoges, Alcora, el Real Sitio del Buen Retiro, la Moncloa y Davenport. Juan Lladró le puso filosofía, técnica, diseño, marca, control y camino por delante a una cerámica de parentela, con dos mil quinientos empleados, varias fábricas en Valencia, distribuidoras en Tokio, en Australia, en Francia, en Estados Unidos, y tiendas propias en Madrid, Los Angeles, Singapur, Londres, Hong Kong, Nueva York, aunque sus peculiares figuras se pueden adquirir en cualquier aeropuerto del planeta y se encuentran expuestas en el Hermitage de San Petesburgo, en el Arita Porcelain Park de Japón, en el de Cerámica de Faenza y de Valencia y el Museo Lladró, en Manhattan. Un mercado de más de cien países y una facturación anual de unos 14.000 millones de pesetas, y muchos miles de coleccionistas a la cola. Juan Lladró además de los cargos en su empresa, desempeña otros en varios consejos de administración de la banca, de sociedades mercantiles y de Antena 3. Y, para sacarse la piel de encima, montó una fábrica en Madrid, que ya compite con el prestigio de Loewe, por ejemplo. Mejor empresario de la Comunidad Valenciana, medallas y distinciones, Lladró SA recibió, hace un año, el premio Príncipe de Asturias a la competitividad empresarial. En medio de tan vastos dominios, Juan Lladró, sus hermanos sus hijos y sobrinos que se han incorporado a la saga familiar se cobijan en su taller, y diseñan y pintan algunas de sus figuras. Son una estirpe de artesanos que saben hacer su buena pasta, y que siempre tienen a la puerta una lujosa carroza del siglo XVIII con un tiro de briosas caballerías, para pasearse por un bulevar de porcelana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.