El embrollo iraquí
Una de las constataciones más sorprendentes (y hubo muchas) de la guerra del Golfo fue que ésta se limitase a la consecución de los objetivos inmediatos (contener al invasor, proteger el petróleo prooccidental y dar una muestra indiscutible de quién manda en el orden planetario), sin que ello se acompañase de unos objetivos políticos con respecto al régimen y a la situación interna de Irak. La guerra se terminó urgentemente a finales de febrero de 1991 para salvar a Sadam Husein de ser derrocado por la oposición shií y kurda del país, que, aprovechando el marco de desestabilización, lanzó una Intifada contra el régimen. Lamentablemente, ésta fue la última vez que Husein fue lo suficientemente vulnerable como para poder apartarle del poder. El miedo a la fragmentación de Irak justificó oficialmente este sorprendente comportamiento. Pero no es fácil creer que no se hubiese previsto dicha eventualidad, porque cualquier buen asesor conoce el peso sociodemográfico y la capacidad histórica de revuelta de la mayoritaria población shií iraquí (que en Bagdad representa entre el 65% y el 70% de la población), y que cuando se dan las condiciones suficientes de debilidad del régimen son el principal actor de movilización y oposición. Tal vez no interesó apoyar a una oposición con denominación "shií", a la que se percibió como potencial aliada de un Irán considerado enemigo estratégico de EE UU e Israel, a pesar de que hoy día Irán esté demostrando que no es el "demonio" que se ha pretendido que fuese, en tanto que conservando a Sadam Husein en el poder el pueblo iraquí se muere literalmente de represión, hambre y enfermedades y su régimen se ha convertido en un quebradero de cabeza del que está resultando muy difícil desembarazarse.Optando "los señores de la guerra" por el statu quo del régimen iraquí, Husein ha tenido capacidad para consolidarse en el poder y para librar a más o menos un millón de iraquíes del padecimiento de los estragos del embargo, número de personas que se estima necesita el presidente iraquí para mantenerse en el poder. Asimismo, Irak ha experimentado desde 1991 un intensivo proceso de "tribalización", procedimiento a través del cual el presidente Sadam ha podido captar apoyos políticos para su persona. En consecuencia, se han incentivado las alianzas tribales, de manera que se constata que, a lo largo de los años noventa, las grandes tribus existentes en los años cincuenta han resurgido todas en su mismo ámbito geográfico y se han incorporado progresivamente valores no-tribales en la gestión política del sistema e incluso en el marco legal (aplicando costumbres tribales en casos criminales y de honor). Unido a esto, la combinación del uso del terror y la oferta de prebendas explica la gran fidelidad que caracteriza a sus fuerzas de seguridad: normalmente se han concedido suntuosos privilegios a jóvenes de ámbito rural, con escasa formación, que se ven situados en puestos relevantes en la capital a cambio de un servicio leal y bajo la amenaza de un castigo inmisericorde en caso de traición.
Para tratar de minar semejante situación política a favor de Husein, los representantes de la comunidad internacional decretaron un embargo contra Irak, que, además de someter al pueblo iraquí a la miseria y la muerte, es un instrumento que, en una doble vertiente, el líder iraquí sabe utilizar en su provecho. Por un lado, rentabilizando a su favor la demostración del sufrimiento del pueblo iraquí, y de otro, utilizando la penuria como arma de castigo contra adversarios, porque el régimen tiene capacidad para distribuir raciones extras entre sus seguidores o descuidar a las comunidades consideradas sospechosas. Así, su mayoritaria base de apoyo árabe suní sufre menos -y algunos de ellos no sufren nada-, en tanto que los shiíes pobres de "Madinat Sadam" o los shiíes cultos de las ciudades del sur están sufriendo más: así pagan su deslealtad al régimen de 1991, a la vez que se les incapacita para socavar su autoridad y, gran cinismo, sirven para mostrar a los observadores y representantes humanitarios el insoportable sufrimiento del pueblo iraquí.
Unido a todo esto, en ocho ocasiones, Sadam Husein ha tenido capacidad para poner en jaque a la comunidad internacional y poner en riesgo la estabilidad interna de sus vecinos árabes por los apoyos y simpatías que logra despertar al estar sometido a un régimen de inspecciones que se prolonga ya ocho años y que difícilmente es aceptable por un Estado, aunque éste esté presidido por una repelente dictadura.
La estrategia actual del régimen de Irak, desencadenando la última crisis casi por sorpresa, buscaba desencadenar la tensión en la zona con claros resultados a su favor. Por un lado, el ataque de EE UU habría supuesto poner fin al UNSCOM y dejado en un preocupante suspenso el futuro del programa humanitario de la ONU en Irak, además de haber tenido que ganar la batalla de la opinión pública mundial con un ataque que inevitablemente va a castigar a la población civil. De hecho, podría haber significado el fin de la presencia internacional en Irak y la incentivación del contrabando de petróleo. Por otro, en términos del realpolitik, si el ataque tenía algún sentido, éste era derrocar al régimen iraquí, porque en caso contrario se corría el riesgo de repetir la situación de 1991, de la que, sin duda, Sadam Husein saldría aún más reforzado. Y éste sabe que su derrocamiento es tácticamente complicado y políticamente difícil (¿tiene realmente EE UU una alternativa fiable?).
Y si no, ¿cuál era la estrategia del ataque? ¿Dar un escarmiento, ofrecer a los norteamericanos una ocasión más de autoafirmación patriotera a costa del mundo árabe, castigar aún más a la población civil iraquí para destruir con un muy relativo éxito centros de producción armamentística? Volverían a faltar los objetivos políticos a medio plazo y el vacío que puede generar el posataque sólo beneficiaría a Husein. Y, una vez detenido finalmente el ataque, ha logrado de nuevo crispar a la superpotencia e intranquilizar a sus vecinos regionales, además de llamar la atención sobre la situación de Irak entre las poblaciones árabes e islámicas, en un momento muy bien elegido por el presidente iraquí.
Y es que Sadam conoce muy bien la realidad sociológica del Medio Oriente, y ésta se radicaliza cada vez más como consecuencia de la política de EE UU en la región y de sus aliados regionales. De un lado, en el mundo árabe y musulmán se ha desarrollado una nueva generación cuya experiencia histórica les ha producido sentimientos antiamericanos profundos, porque se siente frustrada por la insolencia y el doble rasero del mundo occidental. De otro, esa nueva generación constituye un riesgo de inestabilidad potencial interna en los países árabes vecinos. Y es en la instrumentalización de estos factores en lo que invierte Sadam Husein, porque la presión contra Irak es vivida por esa población como un insoportable alarde de fuerza contra el mundo árabe e islámico, en tanto que, por ejemplo, se está mercadeando con los legítimos derechos de los palestinos o se bombardean fábricas de medicamentos sin que el mundo reaccione ante semejante error. Y el apoyo o el silencio de dicha agresión por parte de los Gobiernos árabes de la región, que en general son aliados económicos y/o estratégicos de EE UU y con problemas internos de legitimación, plantea reacciones populares internas que les colocan en una difícil situación, que ninguno puede asumir sin riesgos de desestabilización. De este marco de confrontación, Husein obtiene pingües beneficios simbólicos, que transforma en apoyos políticos internos y externos.
Qué hacer, por tanto, con Irak es hoy día uno de los difíciles atolladeros en los que se han metido los líderes de la comunidad internacional, consecuencia de un cúmulo de decisiones erróneas y mal calibradas que no han tenido en cuenta ni el marco interno iraquí ni el marco político-social del Medio Oriente. Por tanto, antes de lanzarse a ataques de dudosa eficacia debería replantearse a largo plazo la política hacia Irak y el Medio Oriente, comenzando por poner fin a un embargo que masacra a la población y es un útil instrumento político de su dictador y creando las condiciones necesarias para un relevo de poder. Y para ello hay que dejar a Husein sin apoyos ni argumentos, modificando los sentimientos de frustración y rencor de los ciudadanos árabes y musulmanes hacia EE UU y Occidente en general. Para comenzar, que se promuevan la democracia y el respeto de los derechos humanos en la zona, y que los "cicateros" acuerdos de Wye Plantation se apliquen sin "rebajas" ni requisitos ignominiosos que no estaban previstos en dichos acuerdos. Sadam Husein sabe bien cuáles van a ser las consecuencias de que el Gobierno israelí no cumpla lo acordado y someta a la Autoridad Nacional Palestina a la humillación, cuando ésta ha reprimido con celo a una oposición islamista que cuenta con muy amplia base social. Los beneficiarios de esta situación serán Sadam Husein, los partidarios del terror y todos aquellos que en Israel no tienen ninguna intención de aceptar un Estado palestino.
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