Toma el billón y corre
El pasado septiembre las compañías eléctricas elevaron al Gobierno una propuesta que, relativa a la titulización de los (mal) llamados "costes de transición a la competencia" (CTC, una sigla con aspecto de gas nocivo), sería muy perjudicial para los ciudadanos. Para ponerla en práctica sería preciso modificar la vigente Ley Eléctrica de 1997, cosa que, según parece, podría hacerse a través de una enmienda a la Ley de Acompañamiento de los Presupuestos, a su paso por el Senado.La propuesta de las compañías eléctricas se basa en una engañosa equiparación de dos cosas muy distintas:
- De una parte, la indemnización que la Ley Eléctrica de 1995 reconoció a las eléctricas por el obligatorio cierre, a principios de los ochenta, de algunas centrales nucleares (ese derecho de cobro fue vendido por las compañías en 1996, en lo que se llamó "titulización de la moratoria nuclear").
- De otra parte, la eventual subvención a las compañías eléctricas prevista por la Ley Eléctrica de 1997 -actualmente en vigor- para el caso hipotético de que la competencia entre los productores de electricidad rebaje tanto su precio que las compañías no puedan rentabilizar sus centrales antiguas.
Está en juego ¡un billón de pesetas (con "b")! Como viví de cerca, desde la Secretaría de Estado de Economía, la titulización de la moratoria nuclear quiero señalar sus radicales diferencias con la reciente propuesta de las compañías eléctricas. Me parece obligado tras la equiparación que el pasado día 3 hizo entre ellas en estas mismas páginas el presidente de Unesa.
A principios de los años ochenta, el Gobierno ordenó el cierre de las centrales nucleares de Lemóniz, Valdecaballeros y Trillo II. Tras largas vicisitudes, la Ley Eléctrica de 1995 cifró en 729.000 millones de pesetas la indemnización a recibir por las compañías propietarias en razón de esa "moratoria nuclear", parecida a una expropiación (el Estado no expropió las centrales, pero prohibió su terminación y puesta en marcha). Para que tan cuantiosa suma no incrementara el déficit público se estableció el siguiente modo de pago:
- Las compañías cobrarán la indemnización a lo largo de 25 años, a través de un recargo que pagan los consumidores de electricidad (aunque no se le llamó así, viene a ser un "impuesto especial" sobre la electricidad, afectado al pago de la indemnización).
- Hasta tanto no se satisfaga íntegramente, la indemnización devengará intereses. La recaudación procedente del recargo se destinará, en primer lugar, a pagarlos, y con lo que sobre se reembolsará el principal de la indemnización.
- Por si el recargo no produjera algún año suficientes ingresos -cosa hoy impensable-, el Estado se comprometió, en caso necesario, a pagar íntegros los intereses de la deuda y lograr su total amortización en el plazo máximo de 25 años.
La ley de 1995 permitió a las eléctricas vender ese derecho de cobro (es decir, titulizarlo) y autorizó que su tipo de interés pudiera modificarse de resultas de la venta. Para que los compradores de los derechos aceptaran un tipo de interés lo más bajo posible, el Estado otorgó su garantía expresa a tales valores y exigió que la emisión se subastara (idea, dicho sea de paso, a la que las compañías eléctricas y sus accionistas se mostraron algo reacios).
La operación fue un éxito. Permitió reducir el margen sobre el tipo de interés (spread) devengado por los valores. Además, gracias al posterior descenso del nivel de tipos de interés de la peseta y a la boyante recaudación eléctrica, el recargo permitirá satisfacer la indemnización en un plazo muy inferior al máximo de 25 años.
A partir de 1996, el nuevo Gobierno, con gran acierto, promovió una nueva Ley Eléctrica que impulsara la competencia. Una de las grandes novedades fue que el precio de la electricidad, en vez de pactarse entre el Gobierno y las compañías, responda al juego de la oferta y la demanda. Ahora bien, en ese mercado de generación de electricidad, ¿a qué precio ofrecerá cada compañía la electricidad que le sobre? La clave del nuevo sistema está en que, cuando en un mercado hay genuina competencia, cada oferente se verá abocado a tomar sólo en cuenta el coste variable adicional de producir un kilovatio-hora más (es decir, su "coste marginal"), sin que pueda repercutir sus costes fijos (por ejemplo, los gastos de construcción de las centrales).
Esa idea se puede explicar con un ejemplo cotidiano (en mi casa, por cierto, provocaba largas polémicas entre mis padres). Quien para hacer un trayecto está pensando si le sale más a cuenta usar su propio coche o utilizar un taxi tendrá que comparar el precio de la carrera con los costes variables de usar el coche (gasolina, aceite..., ¡posibles multas!); pero no deberá tomar en cuenta los gastos fijos del coche (seguro, intereses del préstamo...), pues los seguirá soportando aunque lo deje en el garaje. Deberá, pues, comparar tan sólo el "coste marginal" de usar el coche con el precio del taxi (era mi madre, por cierto, quien acertaba).
Así pues, la competencia -si es efectiva, cosa todavía dudosa en España- rebajará mucho el precio de generar electricidad, pues lo acercará al "coste marginal", mucho más bajo siempre que el "coste medio". Esa reducción podrá agudizarse si aparecen nuevos productores que utilicen instalaciones más pequeñas, eficaces y modernas (basadas, por ejemplo, en el uso del gas natural). Pues bien, podría ocurrir que la competencia reduzca tanto el precio de la electricidad que las empresas eléctricas tradicionales no puedan cubrir los costes fijos que les produjo, años atrás, la construcción de las antiguas centrales. Bueno, ¿y qué? ¿Mala suerte, no? La economía de mercado es así.
Lo cierto es que el legislador, magnánimo, entendió que las compañías construyeron esas centrales de buena fe, para cumplir las obligaciones de suministro que les imponía la legislación vigente. Tratándose, pues, de inversiones hasta cierto punto "obligadas", el legislador de 1997 pensó que no podían "quedar en la estacada", "varadas": había que contemplar un sistema de subvenciones que cubriera, año a año, la previsible diferencia entre el precio efectivo de la electricidad y un cierto nivel de tarifas preciso para rentabilizar las inversiones pasadas. Como es lógico, durante la tramitación de la ley de 1997, las compañías trataron de hinchar al máximo el coste de tales inversiones para reclamar una subvención lo más cuantiosa posible. Al final, la ley (disposición transitoria sexta) redujo ese importe a 1,6 billones de pesetas y, cosa esencial, lo configuró como un máximo ("su importe... nunca podrá superar..."). La subvención efectiva se calculará año a año, tomando en cuenta todos los factores relevantes (el precio efectivo de la electricidad, el nivel de tipos de interés...).
A mi juicio, convendría llamar a tales subvenciones "ayudas variables por inversiones pasadas" (AVIP) -que es lo que son-, evitando el críptico término "costes de transición a la competencia" (CTC), muy poco esclarecedor para el profano (salvo, acaso, en su apariencia de aire nocivo).
Las eléctricas propusieron en septiembre al Gobierno un cambio trascendental: que el importe de las ayudas previstas en la ley de 1997 deje de ser un máximo, a concretar cada año, y se convierta en una suma fija, de forma que las compañías puedan vender otra vez ese derecho cierto de cobro mediante una segunda titulización. Como muestra de generosidad aceptan que se les reconozca como derecho cierto no el máximo señalado en la ley, sino sólo un billón de pesetas (aceptan una "quita", según dicen).
Confunden así, maliciosamente, una indemnización fija en razón de una cuasi expropiación -la moratoria nuclear- con una subvención eventual e indeterminada para proteger sus inversiones pasadas de la competencia. La primera es un derecho irrebatible, enraizado en la prohibición constitucional de las confiscaciones. La segunda es, por el contrario, una mera expectativa graciable, fruto de la benevolencia de un legislador que, sin comprometerse a nada de forma irreversible, se mostró presto a subvencionar unas acaudaladas empresas -las eléctricas- a costa de otras empresas y ciudadanos menos afortunados. Corporate welfare llaman en Estados Unidos a esa figura.
La propuesta que defendía el pasado día 3 el presidente de Unesa en este periódico sería muy lesiva para los consumidores. Reconocer a las compañías un derecho cierto de cobro de un billón sería hacerles un regalo injustificable, ya que es muy posible que las ayudas efectivas que resulten del cálculo año a año sean mucho menores. Además, tan pronto "cojan el billón", las grandes compañías eléctricas no huirán, ciertamente, pero tendrán menos motivo para competir en precios (por el contrario, la actual subvención anual variable facilita esa competencia, pues actúa como un deficiency payment que crece cuando baja el precio de la electricidad).
Una enmienda a la Ley de Acompañamiento que reflejara la petición de las eléctricas sería de dudosa constitucionalidad. Además de reconocer una subvención de un billón de pesetas al margen de los Presupuestos afectaría a su pago un cuasi impuesto especial (el recargo sobre la tarifa) de forma irreversible durante muchos años. En puertas del siglo XXI... resucitarían los viejos "juros castellanos", aquellas vetustas cédulas por las que los reyes cedían tributos a particulares y obras pías. Resulta ofensivo asimilar la titulización que abarató el pago de la indemnización por la moratoria nuclear con la que ahora proponen las eléctricas. Aquélla fue útil. Ésta sería mucho más que un crimen. Sería un error.
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