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En su caso

La Administración basa su eficacia en que sabe de nuestra existencia pero desconoce los pormenores de la misma. Ese es su principio igualatorio. Yo existo para ella -para el Estado, en definitiva-, pero ella desconoce el espesor de mi substancia, mi biografía, de manera que sería más correcto decir que quien existe para el Estado, en realidad, es un él, muchos él, pues el yo, además de su valor deíctico, posee para quien lo enuncia la presunción de contener una historia. Yo soy en tanto que soy mi historia, y alzo mi yo frente al Estado, que tiene la costumbre imperiosa de tratarme de él. Naturalmente, las cosas no son tan sencillas, y las relaciones entre yo y el Estado constituyen en verdad todo un juego de disimulos. En primer lugar, no es verdad que el Estado sólo sepa de mi existencia. Sabe muchas más cosas de mí. Y las sabe porque yo se las digo. Cierto que, cuando se las digo, lo hago siempre a cambio de algo: de más prestaciones, de más derechos... He aquí que, a base de ir entregándole mi yo, consigo ir afianzando mi yo. Extraña operación ésta, que se realiza además sobre una trama de falsas ilusiones. Entendámonos, yo le entrego mi yo, pero con la condición de que Él no lo reconozca, de que siga dando a entender que yo continúo siendo un él, y de que yo, en tanto que yo, sigo sin tener nada que ver con Él, de que me sigue teniendo enfrente. El Estado empieza a saberlo todo, y es cada vez más exigente a este respecto. Sobre el particular, su deseo de conocer el número y calidad de los gozos del señor Clinton no es una anécdota. Ahora parece tener también necesidad de conocer los gustos sexuales de los ministros de Su Graciosa Majestad británica. Y entrados ya en esa vía, no tardará mucho en pedirnos a todos que nos desnudemos. El secreto, algo tan importante en nuestras historias personales, se esfuma. Y no me refiero sólo, claro está, a los secretos sexuales. Conocí a un rojo que tenía miedo a dormir solo porque temía que se le apareciera el demonio. He ahí un secreto que bien puede constituir el motor de una vida, su salsa al rojo vivo. Pues bien, llegará un tiempo en que mi amigo tendrá que declarar sus exorcismos. Es verdad que ahora tendemos a declararlo todo sin necesidad de que nos lo pidan. A mí no me parece mal,siempre que lo hagamos de forma voluntaria y porque consideremos que nos ha de aportar algún beneficio. Quiero decir que estoy a favor de la ley de parejas de hecho y hasta de la de los harenes sin techo, pues díganme por qué sí las parejas y no los tríos, o los quatours, si suenan bien. Regístrense todos, si así lo creen oportuno, pero dejen al insurrecto en paz. Que el Estado conozca las entretelas de quien quiera entregárselas, pero que no acaben emparejando a todo el mundo por obligación. Y que una vez conocidas esas entretelas, el Estado continúe manifestando su estilo, ese que me devuelve la ilusión de que no me conoce, de que para Él sigo siendo un él, de que, aunque sabe de mis aventuras con la señorita Lewinsky, hace como si las desconociera, evitando en todo caso hacerlas públicas. Es esa complicidad de silencio, en lo ilusorio, la que se está rompiendo. El Estado nunca debe manifestar que sabe de mí tanto como yo, muchos menos que sabe de mí más que yo mismo. Fue esto último lo que le ocurrió a mi amigo Julián con la Haciendo Foral de Gipuzkoa. O sea, con el Estado. Habiéndole resultado positiva su última declaración, mi amigo confió insensatamente en que la Administración se cobraría su deuda de la misma forma que le solía pagar lo debido, a saber, interviniendo en su cuenta corriente. Nadie le comunicó que el pago debía realizarlo de forma voluntaria y en un plazo determinado. Y he aquí que, hace unos días, recibe una comunicación en la que se le insta al pago de su deuda con el recargo de apremio, "más en su caso los intereses de demora y costas del procedimiento". Y es en ese "en su caso" donde comienzan los agobios de mi amigo Julián, pues él no acaba de comprender cuál es su caso. Tiene la sensación de que alguien le ha señalado con el dedo, y de que ese alguien sabe sobre él algo que él desconoce. Él, por no saber, no sabe ni por qué le han puesto esa multa. Mi pobre amigo empieza a parecerse a K, ya saben, a Woody Allen.

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