El huracán y el paraíso
Mitch, huracán, tifón, tormenta o como diablos se llame (doctores habrá en Meteorología) que ha asolado Centroamérica, nos ha traído nuevamente la imagen de la miseria y ha removido esa especie de atrabiliario sentimiento de solidaridad que, en las naciones hiperdesarrolladas, se mueve en virtud de impulsos mediáticos, de catástrofes dantescas retransmitidas a distancia. Mitch ha sido la excusa para servirnos minuciosas imágenes del trópico, un trópico allanado por la catástrofe, aunque el retrato no habría sido mucho más favorable unas semanas antes: chabolismo pertinaz, miseria y enfermedades, parálisis económica y social. Necesitamos a cada tanto que la televisión nos lo recuerde. Vamos de una catástrofe a otra, de un país a otro. La solidaridad es tornadiza; se mueve como una veleta al compás del telediario y la meteorología; casi parece un capricho. Pero al margen de la preocupante constatación de que nuestros impulsos solidarios viven bajo la dictadura de la imagen, cosa sobre la que habría que reflexionar, hay también un efecto lateral en estas periódicas catástrofes, un efecto meramente estético, pero burdamente contradictorio. La catástrofe muestra la realidad. Y la realidad de Centroamérica, continental o insular, es su extrema pobreza. Sin embargo, en la vieja Europa se extiende últimamente una perversa interpretación del vitalismo que pone a estos países como paradigma de la libertad sexual, la armonía con la naturaleza, el bienestar sencillo. Se trata de una nueva versión de la teoría del buen salvaje. En cualquier esquina de nuestras atareadas ciudades industriales uno se topa todos los días con un personaje singular: es un profesional bien situado, cuando no implacable ejecutivo. Sujeto bien pagado de sí mismo, trabaja muchas horas, pero se ve en la obligación de adoptar poses de diletante. Reprueba nuestras ciudades (donde él vive), habla con displicencia de su coche deportivo, de su club privado, de su espléndido chalet o de su lujoso apartamento. Si cometemos la osadía de confesar en su presencia nuestro amor por la ciudad interpone un discurso absurdo: oh, él en cambio viviría en el trópico, es el sueño que cumplirá dentro de poco. Huirá de la ciudad y construirá un chiringuito en alguna playa virgen, vivirá de la pesca diaria y descansará sobre una hamaca. Él sí sabe en qué consiste la vida y no nosotros, los que experimentamos la ciudad con cierto acomodo, incluso con ternura. Nos impone una extraña mística donde el Sur (el sur con mayúsculas, como una extraña tierra prometida) es el destino de toda persona que entiende la vida sabiamente, y los que no compartimos esa mitología le parecemos tan sólo unos vulgares y depravados calvinistas que nada sabemos del placer, de la alegría de vivir, de los pequeños regalos con que nos obsequia la indulgente naturaleza de los países cálidos y amables. Adora el calor, las playas, las mulatas, el reggae, las palmeras. Promete una vez más que allí acabará sus días, mientras los demás agonizamos en geriátricos invernales, en gélidos reductos de la inhóspita Europa donde nadie sonríe, donde sólo se trabaja. Acto seguido, el retórico admirador del Sur vuelve a montar en su deportivo. Mañana regresará a su despacho en la Bolsa, en una compañía eléctrica, en una consultoría. Mientras las pateras llenas de desesperados recorren los océanos en dirección sur-norte, mientras los haitianos suspiran por llegar a Nueva York, mientras los jóvenes magrebíes se juramentan para alcanzar Europa o morir en el intento, mientras en Centroamérica los miserables levantan otra vez sus chabolas insalubres, mañana encontraremos muy cerca de nosotros, en cualquier ciudad del norte, a estos encantadores retóricos, dispuestos a recitar las maravillas del trópico, dispuestos a trasladarse allí sin dilación ninguna y dispuestos, por descontado, a no hacerlo jamás.
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