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Tribuna
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Livingston, un pragmático sin ideología

Bob Livingston, congresista por el Estado de Luisiana, comenzó a detectar los defectos de la filosofía política que hay detrás de la revolución conservadora orquestada por Newt Gingrich, el flamante líder del Partido Republicano, unos cuantos meses después de las elecciones que habían establecido la primera mayoría republicana en el Congreso en 40 años. En mayo de 1995, Livingston volvió a su distrito en la ciudad de Nueva Orleans para una ceremonia de graduación. Convencido de que el pueblo norteamericano compartía la emoción de los republicanos sobre su conquista del Congreso, pronunció un discurso muy al estilo de Gingrich, lleno de optimismo, arrogancia, críticas a sus adversarios y promesas de cambios radicales.Pero el público recibió el discurso con frialdad total. Aplaudió una sola vez: cuando Livingston dijo que había llegado al último párrafo. ¿Cómo puede haber una revolución sin el apoyo de las masas? Livingston, claramente sorprendido, dejó el escenario y partió a Washington con un aspecto de confusión.

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Después de ese episodio, el abismo entre el Partido Republicano de Gingrich y el pueblo comenzó a profundizarse, hasta que la semana pasada alcanzó su auge y provocó la caída de Gingrich. Ahora será tarea de Livingston, que sucederá a Newt Gingrich la próxima semana como presidente de la Cámara de Representantes, estrechar el abismo entre su partido y el pueblo.

Los atributos que llevaron a Livingston al puesto más poderoso del país después de la Casa Blanca son exactamente los que no exhibía Gingrich. Tras cuatro años de retórica ideológica conmovedora y las pugnas partidistas que distinguían el reinado de Gingrich, los republicanos necesitaban un conciliador experimentado en la mecánica de gobernar, un líder que no dominara diariamente los titulares de los periódicos.

Irónicamente, el hombre que mejor cumplía estos criterios era uno de los amigos más íntimos de Gingrich: Livingston. La decisión de presentarse fue la más difícil de toda su vida, dijo Livingston. A la hora de informar a su amigo, se quedó paralizado. No fue capaz de pronunciar las palabras hasta que Gingrich dijo: "Oye, Bob, somos amigos desde hace mucho tiempo. Dime qué quieres decir".

La decisión le costó mucho porque se lo debía todo a Gingrich, a quien conoció hace unos 30 años, cuando los dos estudiaban en la Universidad de Tulane de Nueva Orleans. Gingrich, tras hacerse con el control del Congreso en 1994, escogió a su amigo de Luisiana para presidir el muy poderoso Comité de Asignación cuando era un congresista de escasa influencia en el Capitolio. De la noche a la mañana, Livingston se convirtió en uno de los políticos más poderosos del país.

De 55 años y abogado de profesión, el futuro presidente de la mayoría republicana tiene un cinturón negro en kárate. Es muy fiel a sus amigos. Cuando el Congreso decidió poner una multa a Gingrich a principios de 1997 por la financiación inapropiada de unos cursos universitarios que enseñaba, Livingston fue su principal defensor. Al ser preguntado por este periodista, se puso duro: "¡No hay necesidad de hablar de ese tema. Le pusieron una multa y se acabó!". Es fiel, tiene buen humor y no anda con ese aire de superioridad que caracteriza a sus compañeros.

El problema que tiene Livingston es que hereda una situación muy delicada. Su partido mantiene una mayoría muy estrecha, de sólo seis votos. No es un líder fuerte, capaz de inspirar a sus correligionarios. Pero el sureño tiene otras virtudes: el pragmatismo, la capacidad de buscar un consenso, frente a la ideología. Curiosamente, esta postura es exactamente lo contrario de su actitud durante aquel discurso hace tres años y medio en Luisiana. Pero Livingston no considera este revés una señal de debilidad. Durante unas tensas negociaciones sobre el presupuesto del año pasado, Livingston afirmó: "Hay que ser flexible si quieres lograr algo en el Congreso".

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