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El eterno retorno

DÍAS EXTRAÑOSUna de las películas que más está haciendo reír a los ingleses en estos momentos es Still crazy, una desquiciada comedia sobre un tema que debería preocuparnos: el regreso de esas bandas de rock que un buen día se despidieron de su público de forma, aparentemente, definitiva. El falso grupo que protagoniza Still crazy atiende por Strange fruit y no es ni más ni menos patético que sus equivalentes en el mundo real: los guionistas de la película han hecho de ellos unos tipos que se aburren en casa y que deciden volver a la carretera porque echan de menos la gloria y porque, quién sabe, igual levantan un duro o dos con eso de la nostalgia. Va siendo urgente que se estrene en Barcelona Still crazy, pues de alguna manera (a ser posible, humorística) hay que hacer frente a la preocupante invasión que están sufriendo los escenarios de esta ciudad a manos de todo tipo de momias y semimomias del pop. ¿Creían ustedes que la ración de nostalgia se cubría con la permanencia a perpetuidad de los Mustang en la sala Sutton? ¡Pues no! Acaban de pasar por aquí Bauhaus, más siniestros que nunca, aunque no del modo que a ellos les gustaría. ¿No se aburren ya de ir por ahí poniendo cara de vampiro y de alimentarse exclusivamente a base de cera de candelabro? ¿No les ha dicho todo el mundo que nunca pasaron de ser unos hábiles copistas de David Bowie? Yo no tengo la culpa si se aburren en sus ataúdes y prefieren ver mundo, pero ya puestos, ¿por qué no evolucionar un poco en vez de seguir dándole vueltas a la misma tontería gótica? No fui a ver a Jethro Tull para no deprimirme. Ian Anderson ya era mayor cuando yo compré Thick as a brick y Aqualung, y no ha compuesto una canción decente desde Too old to rock and roll, too young to die. La perspectiva de verle menear la pata en el aire mientras tocaba la flauta era muy triste: ¿Y si se caía el pobre al suelo y se hacía daño? Leí hace poco una entrevista con el cineasta Bruce Robinson (responsable de aquella joya que fue Withnail and I) en la que decía que el rock and roll debería ser ilegal para cualquier mayor de 26 años. Yo, que soy más tolerante que Bruce, subiría la edad para ejercer legalmente el rock and roll hasta los 30 años. Ni uno más. A partir de esa edad, uno puede seguir haciendo música, pero ha de comportarse como un adulto (¿me está oyendo, señor Jagger?) y dejar de hacer el ridículo por esos mundos. Entre los músicos que vuelven y los que no se van, uno se pregunta cómo van a hacer los jóvenes para darse a conocer. Tendría gracia que en uno de los pocos sectores laborales en los que la frescura, la inexperiencia y las ideas nuevas se miran con buenos ojos todo estuviera copado por los viejos rockeros... Algunos vuelven al cabo de 10 años en plan "como decíamos ayer". Otros, los que no se van nunca, hacen ver que evolucionan. Fíjense en Miguel Ríos, que el próximo día 19 actuará en Barcelona. Ahora la ha emprendido con el pobre Kurt Weill, un compositor tan muerto como el Beethoven del Himno a la alegría y que, por consiguiente, no puede quejarse. Total, ya fue denigrado al alimón por Miguel y su amiga Ana Belén (¿qué tendrá que ver la insoportable dulzura de Ana Belén con el recio desgarro de Lotte Lenya o Marianna Faithful?), así que lo del día 19 sólo será otra tachuela en su ataúd... Aunque sé que es muy sencillo ignorar la presencia en Barcelona de Bauhaus, Jethro Tull y Miguel Ríos (por cierto, me acabo de acordar de que también vuelve a la carga Boy George, ¡aghh!), no puedo evitar que esta sensación de eterno retorno me afecte. Suma los músicos de siempre a los cineastas, novelistas, columnistas (y lo que sea) de siempre y acabas sintiéndote como Bill Murray en El día de la marmota. Voy a salir a la calle a comprarme el primer disco que encuentre de alguien que no lleve 30 años dando la vara.

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