Aquapark
Acaban de fallarse los premios innobles o Ig Nobel, en su genuina denominación. Y como su nombre indica han vuelto a sancionar lo más tonto que la ciencia ha publicado en el año. Bueno, y lo menos científico ya que premian aquellos proyectos de investigación que nadie puede volver reproducir. Y sin reproducibilidad -el experimento debería poder realizarlo hasta el peor manitas con idénticos resultados- no hay ciencia, de la misma manera que sin reproducción no hay niño, o copia. Pues bien, a falta de rigor los galardonados han derrochado imaginación, porque mucha se necesita para sospechar que las almejas pueden estar deprimidas hasta el punto de necesitar Prozac, como intuyó el profesor Fong, o que uno necesite calzarse el chaleco a prueba de abrazos de oso enfurecido cuando vaya a robar setas a Navarra. Perdón, quería decir a Canadá, porque canadienses son su inventor y los bosques con oso. Mérito tiene y mucho la doctora Krieger al haber puesto en pie un método para que los terapeutas puedan manipular los campos de energía de los impedidos físicos sin tocarles ni un pelo, o el sutil efecto se vendría abajo, pero no le llega ni a la suela del zapato al francés que ha vuelto a recibir el premio 7 años después de haberlo obtenido por un primer descubrimiento sensacional. El profesor Beneviste se hizo célebre en 1991 cuando sostuvo que el agua guardaba la memoria de las moléculas que alguna vez hubo en ella. Inaccesible al desaliento, pasó por encima de la humillación que le supuso no poder demostrar su absurda teoría y aún a riesgo de volver a convertirse en el hazmerreír de la comunidad científica acaba de añadir un corolario a su vieja hipótesis: dado que el agua tiene memoria, lo más fácil es recogerla en ..¡un ordenador!. Tal vez el pobre Beneviste vea en el oprobio a que le someten una conspiración de los grandes laboratorios farmacéuticos, habida cuenta de que para curarse de cualquier dolencia bastaría con pegarle un lametón a la disquetera, pero sus rendidos admiradores quisiéramos decirle que no disipe energías en semejantes bajezas porque su descubrimiento se halla unido ya al de la Poesía con mayúscula. ¿Acaso puede haber algo más lírico y evocador que la memoria del agua? Hasta el propio Homero habrá desempolvado la lira para cantar de nuevo las hazañas de aquel hijo suyo Ulises, el pródigo en ardides, dejó impresas en las ondas del vinoso Ponto, como gustaba llamara el viejo poeta al hoy mugriento Mediterráneo. Aquí no podemos decir lo mismo. Y no hablo de la mucha porquería que flota en el Cantábrico sino de la poca memoria que guarda. Resulta por demás curioso que siendo un país de marineros, el imaginario vasco sólo se haya visto impregnado por númenes terrícolas, tanto si hablamos de Mari como si de Herensuge. Ni siquiera las lamiak, señoritas de los ríos como sus primas griegas las náyades, han fertilizado las aguas de la imaginación imprimiéndoles memoria alguna, quizá porque contamos con ríos de poco caudal y el misterio suele residir en los fondos quietos. Tuvo que ser un compatriota de Beneviste, pero en nefasto, el que nos descubriera cuanto le debemos al líquido elemento. Para ello se sirvió de la sangre, el fuego y la tortura ya que según su aviso deberse tanto al agua sólo podía ser muestra de brujería. Me refiero, claro, a Pierre De Lancre el siniestro inquisidor que disimulando su condición bajo la de funcionario con ribetes de antropólogo asoló Iparralde hará tres siglos y pico. En su opinión el vasco solo podía deberse al diablo ya que bebía el zumo del fruto prohibido en el paraíso pero sobre todo se había contagiado de la movilidad y la inconstancia del agua de la que obtenía sustento con grave peligro de su vida. Pero a lo mejor la inconstancia no es un vicio diabólico sino una virtud que tal vez esté dejando impresa en el agua la memoria de unas gentes que acertaron a parar mudando su luctuosa tendencia. Sólo falta que empiece a registrar también algunos signos de arrepentimiento.
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