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Reportaje:

"Mi Antonio era muy duro de morir"

El padre y los hermanos del niño de 11 años muerto a puñaladas en Jaén insisten en que el asesino era un amigo

Se casó a los 14 años con su novia de toda la vida. Ahora tiene 38 y una camisa de luto negro por el hijo que le acaban de matar:-Ocho puñaladas le dieron. Dijo el asesino que mi Antonio era muy duro de morir.

Ramón Carrillo tiene la pena muy bien escondida. El sábado por la mañana, después de una madrugada de luna llena, dos jóvenes del barrio se encontraron junto a un olivo, a las afueras de Jaén, a su hijo Antonio muerto, apuñalado una y otra vez, en el pecho y en la espalda y también en la cara. Tenía 11 años, apenas metro y medio de estatura y 40 kilos de peso. Pero se resistió. Tanto que el asesino -sólo hay un sospechoso y el juez lo puso el viernes en libertad por falta de pruebas- lo golpeó contra una piedra hasta romperle la base del cráneo. Así murió.

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Serían las seis de la tarde del sábado, atardeciendo ya, cuando el juez autorizó a los padres a que se acercaran a Antonio, recién metido en su ataúd, debajo del olivo. La madre se agachó y le tocó la cara. Al padre le sentaron mal algunas miradas de la policía: "Les dije que ni se les ocurriera sospechar de mi. Que si alguno se atrevía a pensar que yo había matado a mi hijo, también saldría del olivar con la ruina puesta".

La tierra estaba limpia, esperando las primeras aceitunas a punto de caer. Junto al cuerpo ensangrentado de Antonio -camiseta blanca, pantalón marrón, un arete en la oreja izquierda y una pulsera de cuero-, la policía encontró la funda de un machete y un rollo de cinta aislante de color rojo. Nada más. Le registraron los bolsillos. Sólo llevaba dos mecheros sin gas y la mirilla de una puerta. El forense descartó enseguida el móvil sexual. "Nada más enterarme de que no habían existido abusos", dice Pío Aguirre, juez decano de Jaén y titular de menores, "sospeché que había sido una cosa entre chaales". Un juego de niños con resultado de muerte. La policía fue llamando, uno a uno, a todos los amigos del niño muerto, la mayoría con antecedentes por pequeños robos, algún atraco, peleas sin sangre. Niños con más horas de comisaría que de pupitre, hijos de padres en paro o en la cárcel, enganchados al alcohol o a las drogas, vecinos todos de los barrios altos de Jaén, a las faldas del castillo, de donde bajan a jugar con las motos de los demás después de ver los dibujos animados en una televisión grande -el orgullo de cada casa- que no se apaga nunca. "Son niños sin malicia", dice el juez Aguirre, "sin educación, sin un padre que le diga lo que está mal o lo que está bien, con una madre que necesita dinero y que no pregunta de dónde viene". Niños con el destino escrito en el libro de familia.

La policía ya conocía a Antonio Carrillo. No sólo por sus diabluras, también por las de sus mayores. Por las de su padre -"ocho años estuve en la cárcel por robar dos sacos de aceituna"-; por las de su hermano Ramón -"perdí la pierna derecha mientras huía en moto perseguido por la policía"-; por las de J., su otro hermano de 14 años, internado desde hace meses por orden judicial en un centro de Almería. El juez Aguirre, que le perdonó sus últimos días de reclusión para que pudiera asistir al entierro de su hermano, quiere que aprenda un oficio.

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-¿Y qué te gustaría hacer?

-De lo único que yo sé -se ríe provocador- es de motos.

J., canijo como su hermano Antonio, tiene la cabeza rapada, una cresta en la frente y aretes en las orejas. También él fue amigo de Enrique C., el joven delincuente de 16 años al que la policía detuvo el miércoles como único sospechoso del asesinato. J. y Enrique fueron compañeros en el reformatorio. Fue allí, asegura J., donde Enrique juró ajustarle las cuentas a Antonio:

-A mi no me dijo nada, pero a otros niños del centro les contó que mataría a mi hermano cuando saliera. Enrique achacaba a Antonio Carrillo su detención. Las disputas entre los dos jóvenes venían de hace un año, cuando al parecer Enrique se negó a compartir el botín de un atraco. Antonio le amenazó entonces con chivarse y a los pocos días la policía detuvo Enrique. El juez lo envió escoltado a Almería. De allí salió hace dos semanas, unos días antes de que mataran a su compinche.

La noche del asesinato pasaron muchas cosas. Un niño asegura que vio a Enrique y a Antonio -sospechoso y víctima- a eso de las diez de la noche montados en una moto en dirección al olivar. Otros -todos los demás- juran que no vieron nada. Algo más tarde, pasada la medianoche, Enrique se acercó a la casa de los Carrillo y convenció a Ramón para que se sobrepusiera a la desgracia de su pierna mutilada y se fuera con él a robar una moto. A las tres de la madrugada, una patrulla de la policía detuvo a los dos amigos paseando su trofeo a escape libre por el centro de la ciudad. El principal sospechoso y el hermano de la víctima pasaron la noche juntos en comisaría. La policía -apoyada en el informe del forense- sostiene que Antonio Carrillo murió sobre la medianoche, incluso antes. Y que, por tanto, a Enrique C. le dio tiempo de esconder sus ropas manchadas de sangre, deshacerse del arma, robar la moto y ser detenido después, consiguiendo -quizás premeditadamente- una coartada de lujo: ¿como iba Enrique a matar a Antonio en un olivar a las afueras de Jaén si a esa hora estaba encerrado en los calabozos de la policía? La pregunta -aunque descartada por la policía- sembró la duda en el juez y en el fiscal, quienes a la espera de algunas pruebas de laboratorio decidieron la libertad del sospechoso.

El padre de Antonio mira ahora la televisión. Es viernes y el presunto asesino de su hijo baja esposado de un furgón de la policía. Dos agentes lo conducen ante el juez bajo los flashes de los fotógrafos:

-Juro que aunque salgas viejo de la cárcel te buscaré, debajo de la tierra si hace falta; no pararé hasta que te haga cadáver.

Ramón Carrillo, serio en su camisa negra, explica luego que el presunto asesino de su hijo tuvo la sangre fría de volver al lugar del crimen, acompañado de otro amigo, para fingir que descubría el cadáver. "Fue él", habla con más rabia que pena, "quien vino aquí, a mi casa, para decir que había encontrado a mi hijo muerto en el olivar". Cuatro días después del asesinato, y a pesar de que el olivar que le sirvió de mortaja a Antonio fue rastreado una y otra vez por la policía, la abuela del niño encontró el machete que pudo ser utilizado para matar a su nieto. Estaba roto en dos mitades. Con restos de sangre. "Yo puedo demostrar", dice Ramón Carrillo añadiéndole misterio a la muerte de su hijo, "que Enrique compró el machete en La Mancha, mientras estaba de vendimia...; le juro que si me lo echo a la cara va a maldecir el día que se le ocurrió llevar a mi hijo al olivar".

Hay otro misterio -quizá el mayor- que envuelve la muerte de Antonio Carrillo. Una sombra aún más difícil de disipar que la sorprendente aparición del machete o la aparente coincidencia entre la hora en que se cometió el crimen y la detención -por otro asunto, en otro lugar- del presunto asesino. Ni en Jaén ni en el resto del país, ni en los periódicos ni en el mercado ni en las tabernas se ha vuelto a hablar apenas del asunto. Una vez conocido que el presunto asesino y su víctima pertenecen al mundo oscuro de los suburbios, predestinado a la derrota, la edad de la muerte deja de tener tanta importancia.

Hasta el policía encargado de interrogar a Enrique sintió un escalofrío en la espalda; el vértigo de enfrentarse a un viejo de 16 años.

Tras informarle de que estaba detenido por asesinato, el sospechoso le sostuvo la mirada y le tuteó, frío, sin inmutarse:

-Demuéstramelo.

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