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Patentes y plagios

El editorial de este periódico reprochaba la semana pasada a José Borrell que durante el debate sobre los Presupuestos del Estado para 1999 se hubiera limitado a criticar el proyecto del Gobierno y no hubiera expuesto "cuáles son sus opciones alternativas en materia de inversión pública o protección social". El debate parlamentario, ayuno de ese deseable contraste de alternativas, se había quedado en "esgrima fútil".La crítica es, por desgracia, poco realista. Nos guste o no, los debates políticos rara vez desvelan nuevas ideas: legislatura tras legislatura la oposición, cualquiera que sea su signo, se limitará a criticar las propuestas del Gobierno, sin enunciar en detalle las suyas propias. El motivo es obvio: suponiendo que las tenga buenas ¿cómo va a ser la oposición tan ingenua de "dar ideas" al Gobierno, para que éste, pasado un tiempo decoroso, las "piratee" y ponga en práctica como si fueran propias? Así que, durante la legislatura la oposición formulará tan sólo propuestas que sepa inviables o que resulten inaceptables ideológicamente para su rival. Salvo cuando el desgaste de un Gobierno envejecido en el poder o paralizado por sus fracturas internas aconseje rematarle con un temprano alarde de frescura intelectual, la oposición sólo presentará iniciativas novedosas en vísperas de las elecciones, confiada en que la sorpresa impida su inmediato plagio.

El debate político es, pues, un singular ejemplo de actividad en competencia -la pugna electoral entre los partidos- carente de un sistema de patentes que proteja las innovaciones de cada competidor: tan pronto sean desveladas públicamente, las nuevas ideas e iniciativas políticas podrán ser plagiadas. Tan filantrópico régimen -pensarán los idealistas- facilitará la inmediata puesta en práctica de cuantas brillantes iniciativas promuevan el bienestar colectivo. Por desgracia -replicarán con razón los realistas- también reducirá el estímulo para que sus potenciales autores las alumbren y difundan.

La no-patentabilidad de una idea política podrá suplirse en ocasiones manteniéndola en secreto hasta el momento político propicio. De ahí algunos casos famosos de "espionaje industrial" (el célebre escándalo del hotel Watergate respondió, como se recordará, al interés del presidente Nixon por conocer con antelación los planes electorales del Partido Demócrata). Pero al partido con suficiente paciencia le bastará con incorporar al propio ideario las medidas provechosas que defendió el partido rival en previas legislaturas o en anteriores elecciones. Surgirán entonces los reproches de quienes, mitad satisfechos, mitad celosos, criticarán al partido rival por "robarles el programa".

Pero la experiencia revela que el electorado es poco sensible a tales acusaciones de "plagio". Así, si en Estados Unidos el presidente Clinton revalidó en 1996 la presidencia haciendo suyas algunas de las ideas que los republicanos habían formulado dos años antes en su "Contrato con América", en 1997 Tony Blair injertaría con gran éxito en su "Nuevo Laborismo" varias ideas económicas defendidas antes por el Gobierno conservador.

Es difícil imaginar un sistema de patentes en política. Si ya es difícil delimitar una "inversión" en materia de propiedad industrial ¿cómo lograrlo en el nebuloso campo de las ideas políticas? Además, cuando la oposición descubra algunas buenas recetas para atajar un problema social acuciante -digamos, el desempleo-, ¿se atrevería alguien a vedar su inmediata puesta en práctica por el Gobierno, invocando la protección de los derechos de quien la inventó? "Los pensamientos (políticos) son libres", cabría decir extendiendo al mundo de la política el viejo aforismo alemán. La inevitable consecuencia de tan elogiable principio será, ay, que el debate parlamentario consumirá cada legislatura en fútiles ejercicios de esgrima intelectual.

Manuel.Conthe@skynet.be

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