Imanura y Kitano traen la refinada alquimia del cine japonés
El último clásico viviente del cine japonés, Shohei Imamura, saltó ayer a las pantallas. Su bellísima última película, Doctor Akagi, en la que se concentra toda su inmensa sabiduría, volvió aquí, como hace unos meses en el Festival de Cannes, a dejar convertido en un desierto todo el florilegio y la vaciedad del territorio de la modernez. Y, con 25 años menos, otro cineasta japonés de antigua estirpe rompedora, Takeshi Kitano, director de Hana-Bi, cubre con su obra completa, incluida la pictórica, una de las secciones más vivas del festival.Shohei Imamura anda ya en busca de los 80 años y sigue en la brecha. Pero no con parsimonia de viejo, sino acelerado, con prisas propias de un muchacho. Hace año y medio se llevó del festival de Cannes una Palma de Oro con La anguila, película vertiginosa que hace honor a su título sutil y escurridizo. Y hace unos meses irrumpió de nuevo en Cannes con Doctor Akagi, y no se llevó otra Palma de Oro simplemente porque la película no concursó.
Doctor Akagin estuvo ayer aquí y el resto de la programación del festival vallisoletano pasó, como era de prever, a un segundo término ante su presencia magistral, llena de incalculable sabiduría, tocada por una tan irresistible vitalidad que cada instante de la película, a medida que transcurre, parece una reinvención del cine. Arrastra, cautiva, emociona, divierte, alarga los tentáculos de la inteligencia. Es de nuevo el milagro de la agilidad que son capaces de alcanzar algunos raros hombres de cine ancianos, como si la conciencia de la cercanía del final de su vida les facilitase los accesos a la elegancia del "más con menos", que les permite emprender vuelos imaginativos de un coraje temerario sin ningún miedo a darse de bruces contra el suelo. Cine genial, el que hay dentro de esta última obra del director de La balada de Narayama, aquel joven que aprendió a pulir el oficio de hacer películas en los cuarenta.
El gran cine japonés no se limita aquí a Imamura. Sus refinadas alquimias están cada día en la proyección de la obra completa de uno de los herederos más complejos de este gran maestro, Takeshi Kitano, del que la Seminci ha organizado una exposición de su original contribución a la pintura, visible en algunas imágenes de su última película, Hanna Bi, que es la desembocadura natural de excelencias como Polícía violento, El retorno de los chicos, Sonatina y Una escena en el mar, entre otros títulos del despegue de uno de los herederos incontestables de las tradiciones desencadenadas hace más de medio siglo por Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa, que siguen su curso.
Mientras tanto, el concurso acumula títulos interesantes, opciones vivas, la mayor parte descubiertas por los ojeadores de la Seminci en las producciones marginales de cinematografías mayores y menores. De Estados Unidos llegó High Art, dirigida por Lisa Cholodenko, que mueve con suavidad un relato muy abrupto y magníficamente interpretado. De Australia llegó Hazme bailar con mi canción, de Rolf de Heer, en la que la escritora -una enferma en estado físico casi vegetal- Heather Rose hace estallar la inteligencia que se esconde detrás de su absoluta discapacidad. Llegó también Los herederos, dirigida por Stefan Ruzowitzky, sombría recreación de la lucha de clase campesina en la Austria de los años veinte. De Irán llegó La manzana, una delicada ficción documental hecha en las calles de Teherán, con pasión emancipadora por una muchacha de 18 años llamada Samira Makhmalfaf. Y del Líbano llegó Beirut oeste, magnífica elegía en la que el novato Ziad Doueiri rememora con emoción su niñez en los escombros de la batalla de su ciudad, hace dos décadas.
Babelia
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