Ken Loach vuelve a mirar su mundo y recobra la fuerza y la verdad de sus primeros filmes
Buenas y malas cosas en "Finisterre", primera película española en concurso
, Finisterre, primer filme español en concurso, tiene rasgos de originalidad y algunas actuaciones muy meritorias, pero falla como conjunto por exceso de literatura mal incorporada a la imagen y por su visión epidérmica de las ciudades que le sirven de escenario, Madrid y Lisboa, que su director, Xavier Villaverde, mira con ojos de turista. En cambio, el británico Ken Loach, después de hacer turismo en Nicaragua con La canción de Carla, vuelve en Mi nombre es Joe a su paisaje urbano natural y su cámara recupera capacidad de convicción, verdad y fuerza.
Tiene Finisterre como soporte un guión muy bien escrito por Miguel Anxo Murado. Hay en él literatura funcional, capaz de sugerir en imágenes personajes vivos y encaminados en itinerarios anímicos creíbles, que neutralizan o atenúan el lado artificioso, excesivamente novelero, de la aventura que recorren. Cuenta también con un basamento de producción generoso, solvente y pertrechado con recursos técnicos de evidente calidad, que dan una capa de brillantez ornamental a la imagen. Y posee finalmente el regalo de un reparto muy bueno, pero que por desgracia hace agua en un punto vital: el personaje del hermano mayor, un fardo, un embolado, que Nancho Novo se esfuerza -misión imposible- inútilmente en sacar a flote. No puede, es un personaje inerte, de cartón piedra, muerto antes de haber nacido.Los casi novatos Enrique Alcides y Elena Anaya, en cambio, hacen creíble su bonito idilio: la escritura se lo permite y ambos nos proporcionan un precioso ejercicio de espontaneidad y de dotes para encajar la cercanía de la cámara. Pese a su inexperiencia, ambos aguantan admirablemente los primeros planos. Están vivos, tienen ganas de funcionar y funcionan. Geraldine Chaplin hace frente a un personaje de mujer gastada, muerta en vida, y lo compone con dolor y buen oficio. Pero el otro veterano, Chete Lera, va mucho más allá: a un personaje peligrosísimo porque sobre él gira toda la trama y sin embargo no aparece físicamente hasta el final, no sólo le hace no decepcionante, sino más que creíble: revienta la pantalla con su presencia. Un extraordinario actor que, sometido a una prueba de fuerza, la resuelve con una soltura y una facilidad sólo posible en quien es dueño de una expresividad cinematográfica contundente, sobria y fuera de lo común.
Pero sólo en estos rasgos y en algunos indicios de sentido del ritmo del director Villaverde se agotan las bondades de Finisterre. Son bondades parciales, porque lo que falla es el conjunto, el relato como todo, desde la composición de su aventura hasta la elección de los escenarios de ésta, que se limitan a la condición de estampitas turísticas archisabidas de la Costa de la Muerte gallega y, sobre todo, de Madrid y Lisboa. Fallan los espacios, falla el tempo que discurre sobre estos espacios, y naufraga el filme como tal, como unidad, como conjunción, como articulación de una totalidad.
Era, con todas las distancias que se quiera, casi lo mismo que le ocurría a la decepcionante La canción de Carla, la dispersa e irregular película nicaragüense del célebre cineasta británico Ken Loach, que ahora recupera en Mi nombre es Joe su paisaje urbano, social, dramático y político propio, natural, y en el que se desenvuelve como el pez en el agua, soltando con dureza y libertad una nueva andanada de mugre proletaria británica al perfumado señoritismo británico, que obviamente profesa a este cineasta una mortal ojeriza, una auténtica alergia contra este terco tábano llamado Loach, incorregible bolchevique que no ceja en su empeño de airear por el mundo los trapos sucios del salvaje subsuelo de la pulcra sociedad contra la que le ha tocado vivir y luchar.
Extrema dureza
De nuevo metido en las cloacas del thatcherismo, Loach da rienda suelta a su afilada y enconada mirada subversiva, y alcanza en Mi nombre es Joe un filme vigoroso, de extremada dureza, un violentísimo thriller verista y agenérico, que paso a paso se va escorando hacia la frontera del territorio de la tragedia y, en su zona final, entra de forma rectilínea dentro de ella, gracias a la poderosa creación de su intérprete protagonista, el superdotado Peter Mullan, que obtuvo con unanimidad, arrollando a sus contrincantes, el premio al mejor actor en el último Festival de Cannes.Joe, el obrero arrabalero y entrenador del peor equipo de fútbol de Escocia, fue ayer aquí el amo de las pantallas, convenció, entusiasmó su abrupto laconismo, sobre todo cuando se tradujo en la elocuencia de los actos de un hombre revolucionario desatado, pero sin el cauce de una revolución en la que moverse. Se vivió con alegría su dolor, nos endulzó el día su amargura.
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