Liv Ullmann define su cine como un esfuerzo para afrontar la dificultad de la sencillez
Explosiva película de Goran Paskalievic y extraordinaria interpretación de John Hurt
Ayer fue el día de Liv Ullmann, bellísima mujer y célebre actriz que desde 1992, con Sofie, que anoche se proyectó por primera vez en España, ha venido abriéndose un camino propio como directora de primera magnitud en el cine europeo. La última película que ha dirigido, Confesiones privadas, sobre un extraordinario guión de su ex marido Ingmar Bergman, se encuentra entre lo más refinado y hondo del cine reciente. Con ambición y llaneza, la actriz y directora noruega hizo ayer aquí un encendido elogio de la mayor dificultad que encuentra en su oficio, la sencillez.
Liv Ullmann nació en 1938, en Tokio, donde trabajaba su padre, un ingeniero noruego. Pasó la mayor parte de su niñez en Toronto y Nueva York, y hasta terminada la Guerra Mundial, muerto su padre en plena juventud, no conoció su país, al que viajó desde Estados Unidos en 1945 con su madre. Era adolescente cuando su bilingüismo le facilitó instalarse en Londres para allí aprender el oficio teatral, en el que debutó con El diario de Anna Frank, famoso drama documental sobre el holocausto judío en Holanda, que ahora Liv Ullmann quiere recuperar y convertir en película, cuando finalice Infiel, nuevo guión de Ingmar Bergman que su ex mujer comenzará a rodar próximamente.Esta célebre actriz y directora, que ha conocido los halagos de medio mundo, se comporta en los homenajes que recibe como una muchacha con pinta de sorprendida, como si no acabase de explicarse la atracción que ejerce a su alrededor su presencia. La Seminci ha editado uno de sus libros de recuerdos, el titulado Opciones, y basta una veloz ojeada a los hombres, los acontecimientos y los trabajos que Liv Ullmann tiene acumulados a su espalda, para percibir la riqueza que avala su obra y la magnitud que alcanza su experiencia del cine y de la vida dentro del cine. Tiene esta mujer muchísimas cosas que contar y su forma, llana y transparente de hacerlo, es un reflejo de su estilo de narradora cinematográfica.
Dice Liv Ullmann, y nada puede mejorar este autorretrato íntimo: "No quiero que llegue el final de mi vida y, cuando me pregunten qué he hecho con ella, tener que contestar: "He interpretado". Quiero poder decir: "He amado y me he sentido perpleja. A veces me he sentido feliz, pero he conocido el dolor". Busco cuando trabajo que el público reconozca a través de mí aquello en lo que cree. Tiene que participar con su propia experiencia. Ser creador. Lo difícil de la sencillez de un gesto o de una modulación perfectos es que no son sencillos. Pero todo salta en pedazos cuando se pierde la pureza. A medida que me hago mayor, y aunque posea un inventario de experiencias mucho más amplio, lo que quiero ofrecer a la interpretación es cada vez más sencillo y más puro".
Todo giró ayer aquí alrededor de esta magnífica mujer que a los 60 años conserva la plenitud de la hermosura que nos ofreció en películas inolvidables como Persona, La vergüenza, Los emigrantes, Gritos y susurros y otros monumentos clásicos del cine europeo.
Liv Ullmann, que por sí misma es historia, se comporta casi como una aprendiza que busca entre los colegas que la rodean, antes que algo que enseñarles, algo que aprender de ellos.
Dos polvorines
De ahí que algunas cosas excepcionales que ayer ocurrieron en las pantallas del festival vallisoletano pasaran injustamente a un segundo término informativo. Son sucesos cinematográficos de primer rango y habrá ocasión de extenderse ante ellos cuando entren en los circuitos de exhibición españoles. Por ejemplo la formidable película Polvorín, que el yugoslavo Goran Paskalievic acaba de terminar en Belgrado, tras el fin de su exilio. Se trata de una película terrible, perturbadora, pero magnífica e incluso conmovedora. Tiene algunas caídas y arritmias, pero sus puntos altos -sobre todo dos, literalmente apabullantes: la escena del viaje en un autobús y la gran secuencia que conduce a la explosión de un tren en marcha- son de una descomunal fuerza, auténticos estallidos dentro de ese Polvorín, con que el cineasta define la actual situación del pudridero social y humano de Belgrado. Dará que hablar este hermoso y violentísimo filme lleno de audacia y sinceridad.Y está también el asombroso, genial, trabajo interpretativo con que John Hurt eleva a la humilde película La escalada, dirigida reverencialmente por el neozelandés Bob Swaim, a alturas completamente inesperadas. El eminente actor británico se sale literalmente de la pantalla, la hace reventar con una incatalogable mezcla de gracia y de dolor, de vida y de agonía. Asombra la variedad de sus recursos, la precisión de su composición, el severo y crispado humor que despide su sentido irónico de una tragedia que él conduce con la ligereza de una comedia. Perfecto, inolvidable, insuperable John Hurt.
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