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De la independencia del fiscal Starr

Hace unos días (27 de septiembre), en estas mismas páginas, y en un interesante artículo, Victoria Camps dejaba abiertas varias interrogantes en relación con el caso Lewinsky. Entre tales interrogantes, la autora planteaba la siguiente cuestión: "¿Cómo es posible que un sistema jurídico contradiga hasta tal punto sus propios principios? Un fiscal llamado "independiente", una figura creada para controlar y perseguir la corrupción institucional, se ha dedicado a pisotear la intimidad más inviolable...". Igualmente, en los últimos meses, otras muchas y sin duda autorizadas opiniones, han venido a expresar su desazón por lo que parece una persecución inquisitorial en toda regla a consecuencia de un acto que, por muy presidente que sea su autor, pertenece indefectiblemente a la esfera de la vida privada. ¿Cómo puede, pues, un fiscal independiente actuar de tal manera, disponiendo, además, de un ingente presupuesto y con el apoyo de la maquinaria del Estado? Lo cierto es que el sistema de fiscales especiales o independientes americano merece una clarificación. Quizás sea conveniente comenzar señalando que en los Estados Unidos el fiscal general es, a su vez, el ministro de Justicia y que el ministerio fiscal no es exactamente la misma institución que conocemos en España con ese nombre. Las diferencias son muchas, pero sobre todo cabría destacar que en los Estados Unidos los fiscales dependen directamente del Poder Ejecutivo. Esa dependencia no preocupa excesivamente en el citado país. En condiciones normales, es decir, en la inmensa mayoría de supuestos penales que carecen de connotaciones políticas, esa dependencia no es especialmente perturbadora, dado que no tiene por qué afectar a los casos en cuestión. Hay que reconocer, sin embargo, que los ciudadanos y las autoridades judiciales americanas son, y han sido, especialmente sensibles a los abusos del Poder Ejecutivo. Ya en el año 1835, Alexis de Tocqueville, en su obra La democracia en América, se sorprendía de la gran capacidad de acción del pueblo americano ante los abusos del Poder Ejecutivo: "No sé si debo decir que en un pueblo libre, como el americano, todos los ciudadanos tienen el derecho de acusar a los funcionarios públicos ante los jueces ordinarios, y que todos los jueces tienen el derecho a condenar a los funcionarios públicos, de tal forma resulta natural la cosa. No es conceder un privilegio especial a los tribunales, permitirles castigar a los miembros del Poder Ejecutivo cuando violan la ley. Es quitarles un derecho natural el prohibírselo".

Precisamente por eso, cuando la dependencia de los fiscales respecto al Poder Ejecutivo, y su sometida discrecionalidad, han supuesto algún obstáculo para proceder contra algún alto miembro del Gobierno, se han buscado soluciones prácticas para afrontar el problema. Así, después de que en el caso Watergate el presidente Nixon ordenara al Ministerio de Justicia que destituyera al acusador especial encargado del caso, Archibald Cox, tan pronto éste reclamó ciertas grabaciones conteniendo conversaciones del presidente, el Congreso consideró la necesidad de reexaminar el sistema. Fruto de esa iniciativa fue la aprobación en el año 1978 de una ley, la Ethics in Government Act. El Título VI de la ley establece una acusación pública para investigar a los altos cargos de la Administración, estructurada fuera del sistema ordinario, y denominada inicialmente Special Prosecutor e Independent Counsel con posterioridad. Tal como señala la ley, el fiscal especial está investido de "full power and independent authority". Así, pues, hasta aquí el sistema parece impecable. El fiscal, en los Estados Unidos, depende del Ejecutivo en aquellos supuestos en los que importa que dependa del mismo. Sin embargo, cuando esta dependencia puede resultar perturbadora se crea la figura del fiscal independiente.

Ahora bien, con estos precedentes, ¿cómo puede el fiscal especial del caso objeto de análisis acabar investigando lo que es bien conocido por todos, cuando el origen de la investigación era un tema, el caso Whitewater, completamente distinto? Quizás el problema resida, en primer lugar, en que estamos examinando una serie de instituciones que, guste o no guste, pertenecen a una cultura legal distinta a la nuestra. De hecho, ninguna norma en nuestro país permite expulsar de su cargo al presidente de Gobierno, al vicepresidente o a funcionarios civiles por mala conducta, mientras que sí existe una cláusula en la Constitución americana que prevé esa posibilidad. Quizás se deba, simplemente, a que nos hallamos ante una institución reciente y no completamente desarrollada en el contexto legal americano, pudiendo ser ejemplo de esa provisionalidad las reformas que ha sufrido el sistema desde 1978.

Se han puesto de relieve, además, aspectos muy negativos a lo largo de toda la investigación en relación a la figura del fiscal Starr. Se ha sabido, por ejemplo, que existe una especial animadversión entre investigador e investigado (vide EL PAÍS de 24 de septiembre) e, incluso, intereses económicos contrapuestos entre ambos, tal como pone de relieve Barbara Probst Solomon, también en estas mismas páginas, el 24 de agosto. Todo ello sin olvidar la ausencia de diferentes garantías procesales en la labor del citado fiscal, oportunamente puntualizadas por la doctrina, pero de imposible reproducción, por razones obvias, en esta breve nota. Estos aspectos, que son simplemente impensables en un sistema legal como el nuestro en el que el fiscal está obligado, como el juez, a abstenerse en los numerosos supuestos previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial, demuestran que una independencia sin garantías puede ser hasta cierto punto contraproducente. Posiblemente, pues, la solución se encuentre al conjugar ambos aspectos; es decir, en proporcionar medios para asegurar que la actuación del fiscal estará plenamente sometida a la ley y al derecho y en proporcionar igualmente garantías de que esa actuación no se verá políticamente perturbada.

Quizás sea aventurado anunciarlo, pero no sería nada extraño que, a la vista de las anomalías citadas y conociendo el carácter eminentemente práctico del sistema legal americano, aparezcan pronto las necesarias reformas legislativas para evitar supuestos similares.

En todo caso, la situación puede ser de enorme interés en nuestro país, salvadas las lógicas diferencias. En España, el sistema legal introduce garantías en relación con la intervención de los fiscales. Lo cual es un punto positivo, sin perjuicio de que el sistema pueda ser notablemente mejorado. Pero, además, se viene reclamando por las asociaciones de fiscales y por un elevado número de miembros de la carrera, si no independencia en el desarrollo de su función, por lo menos una autonomía lo suficientemente amplia como para evitar interferencias que debiliten la defensa del principio de legalidad por los propios fiscales. Decía el insigne civilista Puig Brutau que, con el derecho comparado, no se trata de dar fuerza normativa entre nosotros a concepciones ajenas, sino de utilizarlas como método de investigación y ejemplo. De ahí, pues, la referencia al fiscal Starr.

Y como soy fiscal, amén de simple ser humano, con las debilidades que al mismo le son propias, no puedo evitar arrimar el ascua a mi sardina al examinar toda esta problemática. El modelo de ministerio fiscal español, tal como se puso de relieve en una no demasiado lejana crisis, con enfrentamiento con el Ejecutivo incluido, no acaba de encontrar su encaje definitivo en nuestro sistema legal. Tampoco parece, todo hay que decirlo, que un importante sector político esté interesado en que lo encuentre. La razón es poco menos que evidente; ya se sabe que "a río revuelto...". Ahora bien, ése es otro problema cuyo análisis excedería con creces también el limitado espacio del que dispone esta breve reflexión. En todo caso, el ejemplo americano está ahí. Ojalá la flexibilidad que tradicionalmente ha demostrado el sistema legal de ese país acabe cundiendo en el nuestro. A fin de cuentas, no se reclama más que los medios y reformas legales necesarios para hacer respetar el principio de legalidad, porque ésa es, en esencia, la función del ministerio fiscal. De no ser así, quizás la institución a la que pertenezco tenga que resolver su problema tal como el barón de Münchhausen resolvió el suyo. Recordemos que consiguió sacarse a sí mismo y a su caballo del pantano tirándose hacia arriba de los pelos.

Antonio Vercher Noguera es fiscal del Tribunal Supremo.

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