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Crítica:ÓPERA: 'ALAHOR EN GRANADA'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El Guadalquivir pasa por Granada

Sevilla, la ciudad española inspiradora por excelencia de la ópera, ha tendido una mano a Granada, recuperando una ópera juvenil de Donizetti sobre amores, venganzas y clemencia final, con la Alhambra al fondo. Alahor en Granada se había representado únicamente en Palermo (1826 y 1830) y Nápoles (1826). Después, como tantos títulos, cayó en el olvido. Diferentes instituciones andaluzas han apoyado con entusiasmo su rescate. Pier Angelo Pelucchi ha revisado una copia manuscrita de la partitura conservada en la Biblioteca de la Universidad de Boston. La aventura era arriesgada y entra de lleno en la onda de un renacimiento Donizetti que sigue los pasos de los Haendel o Rossini. Los lazos entre la musicología y los teatros de ópera se ven reforzados con este tipo de operaciones.

Alahor en Granada

De Donizetti. Orquesta Ciudad de Granada. Director: Josep Pons. Director de escena: J. L. Castro. Escenografía: E. Frigerio. Figurinista: F. Squarciapino. Teatro de la Maestranza, 22 de octubre. Sevilla.

No figura, ni mucho menos, Alahor entre los títulos estelares de Donizetti. La influencia rossiniana es evidente. El oficio del compositor de Bergamo brilla más en escenas aisladas que en la concepción global. Algunas melodías han sido utilizadas en óperas posteriores del autor, una prueba más de la intercambiabilidad de una música que sirve tanto para un roto como para un descosido. Si se aceptan las reglas del juego, la importancia central del canto y la particular abstracción de este tipo de ópera, el interés y hasta el gozo están garantizados.

La partitura de Alahor es extremadamente difícil por el canto de forza, las coloraturas y las exigencias de un belcanto natural sin ningún tipo de concesiones. Simone Alaimo y Vivica Genaux entendieron en estilo, técnica y persuasión a sus personajes, el joven tenor Juan Diego Flórez lució un bello color vocal y una atractiva línea, aunque le faltó mordiente, y la soprano Patrizia Pace naufragó sin los necesarios recursos en un tipo de canto que no es el suyo, más cercano a la dulzura melódica del verismo que a los escollos de un belcanto sin red. Resultó solvente, en su breve cometido, Soralla Chaves.

Josep Pons -un director que combina admirablemente el repertorio tradicional con las obras más actuales- tiene la ópera metida en el cuerpo. Llevó la representación con buen pulso, acentuando las situaciones de una mínima consistencia dramática y abandonándose a la concertación cuando las voces adquirían protagonismo.

Ezio Frigerio contempló escenográficamente el mundo granadino con ojos románticos. Es una opción más que justificada con el soporte de una música nacida en el primer tercio del XIX. El espectacular y estilizado apartado visual deslumbró más que emocionó. Contó con el brillante apoyo cromático del matizado vestuario de Franca Squarciapino y con una iluminación que insistía en el claroscuro.

El director de escena, José Luis Castro, ante un libreto tan disparatado y una escenografía tan poderosa, subrayó el lado más convencional de los personajes. No tenía otra opción. Su composición de grupos adoptó tintes geométricos y esteticistas en función del canto. El orden se impuso frente al toque personal. Su elogiable sencillez contribuyó a la unidad del espectáculo. El programa de mano, coordinado por Ramón Serrera, estuvo a la altura informativa y rigurosa que la ocasión requería.

Fue un éxito que deja en el aire interrogantes. ¿Será posible algún día ver un esfuerzo semejante en Sevilla con títulos tan fundamentales de la ópera como Orfeo, de Monteverdi, o Wozzeck, de Berg. El Guadalquivir se alegraría al contemplar estas nuevas orillas.

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