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El voto del miedo

JAVIER GARAYALDE La apelación al voto del miedo es algo corriente en campañas electorales. En todo el entorno europeo, cuando se da una situación propicia para una alternativa de poder, suele suscitarse el temor al cambio como poderoso argumento electoral. En Francia, Italia o España, ante una posible victoria de la izquierda, después de más o menos largos períodos de permanencia de la derecha, el voto del miedo o, por mejor decirlo, el voto del miedo al cambio ha sido un argumento recurrente de campañas electorales en las que se jugaba, en definitiva, quién iba a manejar las riendas del poder durante los años subsiguientes. Hoy, sin embargo, en la comunidad autónoma, el voto del miedo vuelve a suscitarse bajo un clima y unas circunstancias que son totalmente diferentes. Hoy el miedo al cambio no es la incertidumbre ante gestores nuevos con programas extraños o revolucionarios, sino el miedo a la sequía, a que Euskadi pueda dejar de ser noticia en las primeras planas por lo que viene siendo desde hace ya demasiados años, a que las aguas puedan no volver a su cauce, a que deje de haber atentados. Realmente, uno está harto. Y no sabe muy de qué está más. Si de los alocados que han pensado que un país y un pueblo pueden liberarse a base de tiros en la nuca, o de los cínicos capaces de diseñar escenarios en los que un conflicto armado de baja intensidad no sólo es perfectamente soportable, sino también susceptible de ser rentabilizado. Lo que menos importa en las elecciones del 25 de octubre es que haya más o menos nacionalismo. Lo que importa es que estas elecciones, en un momento clave de la historia de un pequeño país, como es el País Vasco, sean capaces de romper con una dinámica de aislamientos, de lenguajes enquistados, de círculos viciosos, de incomunicación, que, además, se trivializa cada vez en mayor medida. Lo que importa es que, gane quien gane, quien no haya ganado no se sienta ni perdedor ni derrotado, sino simplemente representante de una parte de la sociedad vasca menor de la que esperaba o había deseado; y que quien vaya a ganar no piense que es el dueño de ningún cortijo, sino simplemente el responsable de articular en torno suyo un consenso capaz de sacar adelante este país. Porque ya es hora de que el lenguaje político deje de estar plagado de proclamas absurdas que nadie se cree. Sería demencial que un vicepresidente del Gobierno quedara fuera de juego por haber dicho en público que el reto de su partido es conseguir quedar segundo en las elecciones vascas. Porque está diciendo una verdad que todo el mundo conoce. Ese es exactamente el reto del PP, como lo es también de otras dos fuerzas, el PSE y EH. En democracia no existe la verdad absoluta, pero esto no significa que no existan asertos que son verdades a secas. Como la referencia del lehendakari Ardanza al hecho de que ni el franquismo ni sus secuaces han pedido perdón por los hechos sangrientos que cometieron, que ha sido piedra de escándalo en medios madrileños. Han hecho falta quinientos años para que la Iglesia haya pedido perdón por lo ocurrido con Galileo: ¿cuántos harán falta para que el Estado español reconozca que en la sucesión de su legalidad están incluídas cosas tan horribles como el bombardeo de Gernika y ofrezca una reparación cuando menos moral por ello? Y si esto no se considera procedente, ¿a qué tanta insistencia en que HB condene la violencia pasada? ¿No es lo verdaderamente importante el que ellos también sientan, piensen y trabajen por una Euskadi donde los conflictos se diriman en paz y en democracia, y contribuyan con ello a que la violencia no vuelva nunca más? Apelar al voto del miedo no es nunca un procedimiento honroso. Hacerlo hoy en Euskadi es algo que los ciudadanos vascos no se merecen. Renunciar de una vez a esa práctica, lo mismo que a la profusión de insultos, es algo que dignificaría el lenguaje político y aumentaría su credibilidad. Todos ganaríamos con ello.

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