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Fernández, los suecos y el tolón-tolón

Vislumbré una mayor claridad tras días oscuros como siglos. El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada, me dije. Y cogí mi sillita, y me acerqué a la ventana para disfrutar de aquella verberación azul, aún húmeda. La calle exhibía un cierto torpor dominical. La marea de coches era menos estruendosa y los transeuntes se salpicoteaban, escasos, con ese aire desolado que suelen tener en hora de sobremesa de día festivo. Es como si no tuvieran familia, o les hubiera ocurrido algo raro, o estuvieran chiflados. Entre los pocos, vi pasar a una señora estupenda, a la que le supuse una historia turbia a aquellas horas, y a la que acogí en mi pensanmiento, ajustándoselo como un guante. Y luego, justo cuando la sombra de una nube barría la calle... ¡vaya!, Fernández. Me supuse que estaría contento y que no cabría en sí de dicha. Ultimamente, todo el mundo hablaba de él, y se rumoreaba que le iban a dar una mención honorífica. La nación vasca sólo tenía un objetivo: la felicidad de Fernández. Sentí cierta envidia. Se había desvelado, quién lo iba a decir, que era compañero de correrías ciclistas del candidato Ibarretxe, y que asistía a diversos funerales en Extremadura, es más, que había asistido incluso a su propio funeral. Y helo aquí, me dije, muerto y resucitado, y dispuesto a morir y resucitar unas cuantas veces más. Seguro. Buena pasta la suya, me decía, contemplándolo con admiración. La pasta de los héroes. Aunque, recapacité, tal vez a él no le guste que le traten de esa forma y le den tanta importancia. Conozco bien a Fernández. Hace tiempo que decidió ser everyman, o sea, cualquiera. Tiene un hablar tan pausado como su forma de caminar y no lo veo, de verdad, como consejero aúlico de todos esos personajes que, como su compañero de bicis, no hablan pausadamente, sino con demasiadas pausas: gritito, pausa, gritito, pausa... El es tan everyman, que algunos hasta le llaman González, y otros incluso Martínez. Pero esas confusiones no le molestan, a él, que resistió hace tiempo la tentación de firmar F. y detrás el apellido de mamá. Y eso que, como me confesó una vez, a partir del segundo y en los 167 que tiene localizados, todos sus apellidos están llenos de tx y de k. Todos menos el primero: Fernández. Pero le ha cogido cariño, y se ha esforzado en convertir eso, que podía ser una falsa apariencia, en su verdad. Y el esfuerzo, al parecer, le ha merecido la pena, pues hoy todos quieren apellidarse Fernández, aunque no sé si a partir del 26 no preferirán pasarse a Fernandorena. ¿Habrá fernándeces en Suecia?, me pregunté. Quizá los haya en Austria, o en Baviera, o incluso en Luxemburgo. Y es que el candidato Ibarretxe nos ha dicho que nuestra referencia está en los países del norte y del centro de Europa, que es donde se hacen bien las cosas y con proyectos solidarios. Bien, yo no quiero quitar méritos a esos países, pero ese sueño nórdico que tanto abunda entre nosotros me suena a ideología oculta. El sueño de que somos como ellos, más que como los bereberes, y que una vez liberados de la carga latino-semítica... En nuestra imagen nórdica dominan la eficacia, la corrección de los porcentajes, cierto puritanismo y la idea de que lo rubio es beautiful. Pues no, en cuanto a sabiduría de vivir, los franceses o los italianos les dan sopas con ondas. Y en belleza también. Esa capacidad de la gente italiana, por ejemplo, para hacer vibrar su entorno, ese dominio del espacio. Y en esas me andaba, tras haber perdido ya de vista a Fernández, cuando he aquí que oigo la llamada de los pastos. Helos ahí, me dije, veinte años trajinando con el tolón-tolón de esa cencerrada y aún no se han aburrido. Los zanpantzar de Ituren, o de donde sean, les ponen más a tono que a mí una corte de bailarinas. Y recité: "Sans plus il faut dormir en l"obli du blasphème". Y me pregunté cómo se podía bajar luego de ese verso a aquel sube y baja de ovejas encampanadas. Imposible. Cerré mi ventana. Después supe que Arnaldo Otegi había dicho que sólo ellos aportaban un discurso nuevo frente al rancio de los demás. Nuevo como el de las tubas bajo el cielo de Prusia. Sólo que con cencerros.

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