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Tribuna
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Navajas

Tenían las cachas de madera. Era una madera de pino sin apenas pulimento ni el menor atisbo de barniz. En su interior alojaban una hoja de un hierro oscuro que se oxidaba con el aliento. Casi todos los varones en los pueblos llevaban una de aquellas navajas en el bolsillo, lo único que variaba era el tamaño, siempre acorde con las necesidades, hábitos o labor de cada cual. Sólo los que viajaban a la ciudad o disponían de mayores recursos exhibían estas otras no tan gruesas de costados brillantes y anacarados, de mayor apariencia y categoría. Al campo nadie salía sin la navaja porque cualquier labor requería de su utilidad. Era protagonista destacada a la hora del almuerzo, aquella en la que aparecían el tocino, el lomo en aceite de la matanza y esas inmensas hogazas de pan blanco que apoyaban en el pecho para poder tajar. La navaja era un útil tan extendido y tradicional en la cultura rural que hasta los chicos solían llevar una de pequeño formato a la que los padres más prudentes mataban el filo y la punta hasta dejarla roma. Esas navajas no guardan el menor parecido con las que ahora brillan en la noche madrileña sembrando de dolor y miedo las calles de la ciudad. El pasado fin de semana, la llamada Operación Luna, puesta en marcha por la Delegación del Gobierno para erradicar el uso de armas blancas, arrojó un primer dato cuyo carácter estadístico resulta estremecedor. Cuatro de cada cien jóvenes cacheados por la policía portaban un cuchillo o una navaja con más de once centímetros de hoja, que es la longitud que marca el límite de las armas prohibidas. Ninguno de esos chicos necesitaba su afilado acero para salir de marcha, ninguno de ellos tenía a buen seguro intención de emplearlo en trabajo alguno ni de trinchar la longaniza para el bocadillo. Está claro que la función que pretendían cumpliera no era la de útil, sino la de arma. Tampoco sería ajustado a la realidad el transmitir la idea de que todo el que sale con la navaja en el bolso va con la intención de hundir su hoja en el costado del primero que le tosa. Son muchos los que consideran conveniente portar algún tipo de defensa que les permita hacer frente a cualquier incidente imprevisto o circunstancia violenta. Ignoran, los que así piensan, el riesgo que comporta el entrar en ese juego, y lo que la posesión de un arma puede suponer en las situaciones límite donde el alcohol suele estar de por medio.

El caso reciente que costó la vida a un joven estudiante de arquitectura durante una discusión de tráfico en la calle Génova es el paradigma de lo simple, estúpido y letal que puede llegar a resultar un calentón. "Tienes prisa, pues toma", esa frase fue la que le dedicó el agresor antes de asestarle la puñalada mortal.

Que hay que hacer algo para evitar la proliferación de armas blancas en Madrid es evidente. Como primer paso puede valer esa Operación Luna que permitió el pasado fin de semana requisar cuarenta cuchillos y navajas, pero no es suficiente. Esas intervenciones no pasan de un expediente sancionador con una multa máxima de 200.000 pesetas, que casi nunca pagan. Para enseñar bien los dientes a los matones es necesaria su puesta a disposición judicial. Una acción que permita incluso su encarcelación, sobre todo a los reincidentes, en aplicación del artículo 563 del Código Penal, que castiga la tenencia de armas prohibidas. Tal afán puede llegar a plantear algún problema a quienes dan un uso profesional o deportivo correcto a este tipo de instrumentos.

Un mínimo de lógica permite, sin embargo, entender que no llevarán ante el juez a un electricista por llevar encima el cuchillo con el que corta o pela los cables.

Lo mismo sucede con quienes salen al campo o a la montaña

La clave es el sentido común que ha de presidir siempre la acción de los que guardan la ley y de quienes la ejecutan. No es igual un filo de once centímetros en traje de faena y a las once de la mañana, que con la chupa de cuero un sábado a las tres de la madrugada. La circunstancia es determinante.

Aquellas navajas de las cachas de madera nunca fueron culpables.

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