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Una relación asimétricaJOAN B. CULLA I CLARÀ

Las relaciones políticas, o las actitudes políticas recíprocas, entre el País Vasco y Cataluña llevan un siglo y cuarto siendo extrañamente asimétricas: admirativas hasta el seguidismo desde aquí hacia allá, displicentes hasta el menosprecio desde allá hacia aquí. En 1876, tibios aún los fusiles de la última guerra carlista, Joan Mañé i Flaquer -a la sazón director del Diario de Barcelona e intelectual orgánico de la Cataluña bienpensante, burguesa y conservadora- iniciaba la publicación de la obra El oasis: viaje al país de los fueros (Provincias Vascongadas y Navarra); un texto tan entusiasta hacia el status de aquellos territorios dentro de la España de la Restauración, que mereció a su autor al nombramiento de hijo adoptivo por parte de las diputaciones vascas. Naturalmente, Mañé i Flaquer envidiaba a las provincias norteñas tanto los vestigios de foralidad como el peso de la tradición y la supuesta armonía social. Dos décadas más tarde, en plena resaca del desastre colonial español, portavoces empresariales y catalanistas primerizos coincidían en reclamar para las provincias catalanas la fórmula del concierto económico, que tenía en los territorios vascos su único y ventajoso ejemplo. Unos lo hacían por los inmediatos beneficios fiscales, otros como un primer y pequeño paso hacia la autonomía, pero todas las fuerzas vivas barcelonesas de 1898-1900 se miraban en el espejo de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra. ¿Tuvo esta actitud catalana alguna clase de reciprocidad o de equivalencia en la fase formativa del nacionalismo vasco? Bien al contrario. Es de sobra conocido que Sabino Arana, estudiante de derecho en Barcelona entre 1883 y 1888, extrajo de esa experiencia vital un pésimo concepto sobre el perfil identitario y el talante sociopolítico de los catalanes. Mientras su bizkaitarrismo se basaba en "rechazar de sí a los españoles, como extranjeros", el joven Arana observó desolado que la política catalana consistía en "atraer a sí a los demás españoles"; "en Cataluña a todo elemento procedente del resto de España lo catalanizan, y les place a sus naturales que hasta los [guardias] municipales aragoneses y castellanos de Barcelona hablen catalán". Para el fundador del PNV, pues, Cataluña no era más que una región de Maketania, y los catalanes formaban parte de "la raza más vil y despreciable de Europa"; nada que ver con Euskadi, aunque algunos catalanistas equivocados se obstinaran en presentar a los vascos como sus "hermanos en la desgracia". Tales desaires, y tan grandes diferencias de cultura política, explican que durante el primer tercio del siglo XX las relaciones entre ambos nacionalismos fueran tenues; a menudo, cuando se evocan la Triple Alianza de 1923 o el pacto Galeuzca de 1933, se olvida subrayar que esos episodios frustrados constituyeron la excepción, no la regla. Es cierto que sectores minoritarios del catalanismo hubieran deseado emular de los vascos la radicalidad, la contundencia, la intransigencia nacionalistas; quizá el ejemplo más noble y más trágico -porque le costó la vida- de esa simpatía sea Manuel Carrasco i Formiguera. Pero sólo el estallido y el desarrollo de la guerra civil empujaron a catalanistas y vasquistas hacia una solidaridad efectiva; luego, las estrategias de los exilios respectivos tendieron de nuevo a divergir. Bajo el franquismo, y a pesar de los grandes cambios de todo tipo que tanto Euskadi como Cataluña experimentaban, la vieja admiración unidireccional cobró más fuerza que nunca desde principios de los sesenta, alimentada por factores diversos: la solidaridad antirrepresiva, la sorda satisfacción ante los golpes de una ETA legitimada por la dictadura, el mimetismo de unos independentistas catalanes que subliman en el referente vasco sus propias debilidades, etcétera. Está por hacer, que yo sepa, la historia de las movilizaciones y los apoyos que la sociedad catalana brindó al Euskadi antifranquista, desde la pieza de Raimon -Tots els colors del verd...- hasta los ecos del caso Añoveros o del fusilamiento de Txiki en Cerdanyola; pero no será superfluo recordar que la visión épica y mitificada del conflicto vasco persistió entre nosotros hasta bien entrada la transición: todavía en junio de 1987, casi 40.000 electores catalanes dieron su voto a Herri Batasuna en las primeras elecciones al Parlamento Europeo. El MLNV -que no había ocultado nunca su sabiniano desdén hacia posibles socios en el Principado- agradeció esos sufragios, nueve días después, con el salvaje atentado de Hipercor. En el presente curso 1998-1999, los azares del calendario han situado las elecciones al Parlamento vasco unos meses por delante de las del Parlamento catalán, y ello, mezclado con la Declaración de Barcelona y las repercusiones de la tregua etarra, puede nutrir la idea de que los comicios del próximo 25 de octubre son una suerte de test, de ensayo o de indicador para nuestras autonómicas del año entrante. Pues bien, cualesquiera que sean sus resultados, me parece una idea que se debe rechazar. Me lo parece porque compartir las esperanzas de muchos ante el nuevo escenario vasco y hasta el deseo de que la pacificación conlleve el ensanchamiento de su autogobierno no supone desear para Cataluña una campaña etnicista como la que se desarrolla en Euskadi, tendente a ahondar la escisión entre dos comunidades antagónicas. Sinceramente, creo preferible que el nacionalismo catalán, para afirmarse integrador, no tenga que recurrir a las parábolas del señor Ibarretxe sobre el paseo en bici con los Fernández y los Uriarte, y confío en que el PSC pueda ahorrarse, en su futura campaña electoral, las actuaciones del Trío La, La, La del socialismo español, y que el PP pueda desenvolver la suya sin alusión a maletas ni a ataúdes. Sería tiempo ya de mirar al País Vasco sin complejos de inferioridad ni seguidismos, porque el mayor o menor grado de soberanía de Cataluña no dependerá de Vitoria ni de Lizarra, sino ante todo de la correlación de fuerzas aquí. Al fin y al cabo, los vascos llevan ya otros 20 años gozando del concierto económico, y nosotros nos dejamos las uñas arañando algunos puntos del IRPF.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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