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El sexo ciega a Washington

Durante el largo despliegue especulativo de finales de los años veinte y, la subsecuente Gran Depresión, el Washington oficial distaba de dar muestras de preocupación. En este sentido, la historia recuerda la amable indiferencia de Calvin Coolidge, las repetidas afirmaciones de Herbert Hoover de que la Depresión había terminado cuando en realidad se estaba agravando, y las numerosas declaraciones acerca de que "los fundamentos están sanos".Pero aquello, que no fue bueno, puede que sea mucho mejor que lo que los solemnes historiadores dirán en el futuro sobre lo acontecido estos últimos meses en Washington, en un momento en que, como parece razonablemente evidente, se ha estado gestando la peor crisis económica de los últimos tiempos y, sin lugar a dudas, la peor desde la Segunda Guerra Mundial.

La historia dirá que Washington dio muestras de una indiferencia supina. Que tanto los políticos como los analistas de Washington estaban abrumadora, y algunos dirán que exclusivamente, preocupados por el sexo.

Hay razones que explican tal desidia. La política económica y las actuaciones con ella relacionadas exigen conocimiento y reflexión. Pero en lo que al sexo, lícito o ilícito, se refiere, nadie tiene ventaja, no se necesita ningún tedioso estudio o debate. Y a nadie le preocupa que, como en el caso de Coolidge, esta despreocupación quede mal en los libros de historia ni que, en un plano más inmediato, impida que se responda con la necesaria atención y acción política.

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Pero la respuesta es ahora sumamente necesaria. La depresión japonesa -es decir, la de la segunda economía más importante del mundo- ha sido un hecho doloroso durante varios años. También hemos asistido, en un periodo más breve, a las consecuencias de los errores de juventud, del despilfarro y de la corrupción sufridas por muchas otras economías asiáticas.

Las economías latinoamericanas están volviendo a su inestabilidad habitual. Y también hemos visto el casi inimaginable desastre económico y político de Rusia. Como ya han dicho otros, ha sido necesario pasar por la experiencia rusa del capitalismo para que el comunismo soviético parezca bueno.

Ahora conocemos bien el efecto que estos desastres ha tenido en la economía estadounidense, así como en la de Canadá y, en menor medida, en la de Europa. Las exportaciones han disminuido o se han frenado, los préstamos bancarios y de otro tipo a los países afectados o se han dejado de cobrar o corren el riesgo de hacerlo. Hasta la más fuerte de las economías sufriría las consecuencias de estos ataques. El hecho más grave y más demoledor es que, como por fin estamos empezando a reconocer, la economía estadounidense también es frágil.

La fragilidad es el producto natural de un largo periodo de especulación en la Bolsa, en los instrumentos financieros relacionados con ella y en el sector inmobiliario. Los precios de los valores subieron porque los inversores, pequeños y grandes, pensaron, o fueron instados a pensar, que subirían. Y de ese convencimiento se derivaron más compras, las cuales provocaron un aumento de los precios, es decir, la clásica burbuja especulativa.

A lo largo de los siglos, el final siempre ha sido el mismo:de repente, llega la dolorosa corrección, como ahora se dice. Una vez más queda al descubierto la extrema susceptibilidad de lo que se conoce como la mente financiera.

Y, como aprendimos en 1929 y con posterioridad, la corrección especulativa tiene efectos adicionales. Aquellos que de golpe se han vuelto pobres o menos ricos, reducen sus compras, y las empresas recortan sus inversiones. Entonces sobreviene la recesión o la depresión.

Todas éstas son cuestiones que exigen atención y, no en menor medida, acciones que alivien los efectos que los desastres especulativos provocan en l a gente.

No estoy diciendo que en Washington se haya mantenido un completo silencio. Se ha debatido sobre el papel, presente y futuro, del Fondo Monetario Internacional, y se han pronunciado las habituales palabras de esperanza, según las cuales todo podría salvarse con una intervención sencilla e indolora de la Reserva Federal, esperanza ligeramente enfriada, hace poco, por la caída bursátil que siguió a la reducción del tipo de interés a corto plazo. (Los que se habían mostrado a favor de la engañosa magia de la Reserva Federal explicaron que su recorte fue demasiado pequeño).

También se ha debatido sobre el salto al vacío del Long Term Capital Management, un fondo de riesgo que fue una de las aventuras financieras con más capacidad de atracción. Pero hasta ahora no se ha dicho casi nada sobre las amplias consecuencias económicas y sociales de la crisis, ahora ya visibles, ni sobre qué acciones son necesarias.

Mi preocupación por aquellos que se han visto atrapados por sus insensatos errores al juzgar las expectativas económicas es muy relativa. Y respecto a la aberración financiera y a sus patrocinadores -la denominada con cierto desprecio por el economista Joseph Schumpeter destrucción creativa-, hay algo útil que pueden hacer: marcharse.

Lo que ahora, es urgente y necesario es que en Washingtonse articule un amplio debate sobre las consecuencias económicas de la crisis, entre ellas la forma de reducir al mínimo el sufrimiento de los inocentes y de mantener el flujo de demanda de consumo y de inversión.

Pero no tengo grandes esperanzas. A juzgar por todas las apariencias, el tema central seguirá siendo el sexo. Coolidge y Hoover seguirán pareciendo mejores.

John Kenneth Galbraith, cuyo último libro es The Good Society, es profesor emérito de Economía en Harvard).

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