De la España bruta (II)
FERNANDO QUIÑONES He de empezar agradeciendo las cartas y llamadas de adhesión a la primera columna de estos duros temas, y vamos de nuevo al grano. Muy castizote uno de chaval, y prendado por cuanto fuese cosa andaluza, iba a todos los espectáculos de coplas y cante, me colaba extasiado en cuantas reuniones flamencas podía, y los toros eran todo un ritual pregozado por largo, con incursiones (aunque sólo tuviera para las entradas) a las corridas de Sevilla, Jerez y San Fernando. Pero noté que algo me faltaba en el repertorio: las antiguas, las muy arraigadas peleas de gallos. Un domingo me fui al Circo Gallístico, tan sabroso el local como su antiguo rótulo, tras la plaza de abastos gaditana. No me figuraba lo que iba a ver, pero no duré más de un cuarto de hora allí. Vi enseguida heridas grandes en los animales y, a poco, uno de ellos con un ojo colgando, ante el excitado entusiasmo de los 60 o 70 espectadores. No he vuelto a pisar semejantes antros ni me explico cómo puede disfrutarse con el sufrimiento de dos pobres pájaros; por cierto que, rizando aún el rizo y como todos sabemos, en Cuba, Venezuela y México se enriquecen esas peleas de gallos agregando navajitas o púas artificiales a las patas de los gallos para que los daños sean más cruentos. Con protestas de las misma España bruta, y años muy atrás, la dictablanda del general jerezano Primo de Rivera implantó los petos para los caballos de los picadores, evitando espectáculos de triperíos sangrientos, mondongos al aire y cadáveres dentudos cubiertos por lonas al final de casi todas las corridas. Luego, fueron abolidos los toros de cuerda, los combates de fieras en los cosos taurinos y otras variantes de martirios animales, pero ya hace años también que la animalidad humana campea por este país y, como motivo de fiesta y de machismo, siguen arrojándose cabras desde campanarios, se matan gansos colgándose de sus cabezas, se decapitan a espada y a caballo gallos y gallinas pendientes a lo largo de una cuerda, se alancea y tortura a un toro durante horas, se infla a una vaquilla de alcohol hasta su muerte y, en una palabra, vuelve a instaurarse en todo lo suyo la bestialidad como presunta seña de identidad de un pueblo fuerte, añejo y con las pelotas muy bien puestas, por así decir. Pero la cobardía oficial, la inhumanidad y los intereses políticos, siguen tolerándolo, tragando con tales barbaries y no queriendo cuentas con esos serranos, como suele decirse, de los que no es exagerado esperar cualquier acto sanguinario dada su afición al sadismo (por lo visto y entre ellos, expresión máxima del machismo). Como ha escrito la granadina Pura González de la Blanca, llamar a todo esto "cultura popular", es dar del pueblo español una idea abyecta, indigna de figurar entre las características de este país. Ni de ninguno. No me tengo por ningún lloroso ternurista y creo que, aún en su violencia, los Sanfermines o las corridas formales son algo muy diferente de las bestiadas pueblerinas que siguen practicándose en España, y entre las que está creciendo una de especial calibre, para la que ya no queda hoy espacio.
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