Príncipes
Lo único que me fastidia del hecho de que le hayan dado el Nobel a Saramago (una noticia por lo demás espléndida) es que me apetecía escribir una columna sobre él, y ahora estas líneas van a quedar sepultadas en la fanfarria que siempre acompaña a un premio semejante, en esa marea negra de convencionalidad y virtuosa coba a la que somos tan proclives los humanos. Pero el caso es que yo no quería hablar ni siquiera de la obra de Saramago, sino de su elegancia. Verán, es un hombre alto, esbelto, de movimientos ligeros y precisos, a pesar de esos 75 años que no aparenta. Y posee unas manos maravillosas, de dedos largos y delicados huesos. Su distinción natural es tan evidente que, si nos dejáramos llevar por el tópico, diríamos que es un príncipe, un aristócrata. Pero no es cierto. Como todo el mundo sabe, Saramago desciende de campesinos analfabetos y paupérrimos. Pensaba yo en todo esto hace algunos días, antes del premio sueco, leyendo una entrevista en la que el escritor hablaba de su abuelo; y de cómo aquel viejo labriego se levantó de su lecho de muerte y se abrazó llorando a los árboles del huerto, para despedirse de ellos y de la vida. Estoy segura de que el abuelo de Saramago era igual que él: y que derrochaba esa poderosa e íntima elegancia. Calloso y analfabeto, pero también un príncipe.Porque la auténtica elegancia nace de la capacidad de compasión, de la sustancialidad y de la coherencia del ser, de modo que dentro de todo pobre puede haber un rey, y dentro de todo rey, un miserable. Hay una aristocracia del comportamiento y de la conciencia que estamos corriendo el riesgo de olvidar. Antes, esos príncipes interiores eran las gentes de bien, seres capaces de vivir con sobria dignidad una vida entera. Pero me temo que hoy ya sólo nos importa la gente bien y primamos el tener sobre la esencia.
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