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Identidades no nacionalistas

La Declaración de Barcelona ha roto el consenso tácito vigente desde el comienzo de la transición política que había permitido hasta ahora acometer el problema de reacomodar al País Vasco y a Cataluña en el entramado institucional de España sin abordar explícitamente la llamada "cuestión nacional". En mi opinión, lo que se rompe con esa declaración es precisamente el método de trabajo implícitamente aceptado por todos los partidos democráticos, que había tenido el mérito de permitirles trabajar juntos durante veinte años sans réveiller le chien qui dort, como dicen los franceses, o haciendo política con "finura", como dicen los italianos. La Declaración de Barcelona impide continuar así y obliga a abrir el debate que de una u otra manera habíamos venido considerando maldito. El que esto se produzca precisamente en el momento que precede a la tregua de la lucha armada del nacionalismo totalitario y belicista de ETA no es, desde luego, una anécdota, pero no está indisolublemente ligado a la cuestión central, como ha señalado Ardanza, en un gesto que eleva su talla política en el momento de su retiro voluntario.Vaya por delante que el paso dado por Jordi Pujol me parece desafortunado -dejando a un lado las motivaciones de Arzalluz, que se sitúan en otro contexto-. Pienso que hubiera sido mucho mejor dejar dormir al perro al menos otros diez años y agotar las posibilidades que ofrece el carácter de proceso abierto con que se diseñó el título octavo de la Constitución, pero en política la oportunidad de elegir conjuntamente los temas y los tiempos de trabajo es más la excepción que la regla, por mucho que el president presuma siempre de señalar lo que toca y cuándo toca hablar de algo. En este caso, sí que es él quien ha marcado el tiempo, al romper aquel consenso tácito, de modo que resultará inevitable poner manos a la obra en los próximos años, porque la condición para mantener una vía abierta de desarrollo del marco estatutario se encontraba precisamente en el compromiso inequívoco e irreversible de todos sobre el contrato social básico acerca del sujeto de soberanía.

Planteado explícitamente por el Parlament "el derecho del pueblo catalán a determinar libremente su futuro como pueblo", y planteada la cuestión de la "confederación" en la Declaración de Barcelona, la confianza necesaria para actuar de buena fe en el proceso autonómico pierde firmeza. Parafraseando al recientemente desaparecido Mancur Olson, nadie juega el juego de la acción colectiva y de los bienes públicos superiores si no está bien determinado el número de jugadores que habrá en el futuro y bajo qué reglas jugarán. Esto es así porque el contrato básico en un Estado consiste precisamente en la delimitación clara entre los que participan en él -y disfrutan de todos sus beneficios- y los que no participan, y están excluidos de ellos, lo que implica descartar irrevocablemente la opción de salida, única forma de evitar las estrategias de eventuales free-riders, ya que de otro modo el compromiso de asumir colectivamente los costes podría burlarse por alguien, después de haber disfrutado de los beneficios. En su forma más pura, éste fue el problema planteado por Mégara en el año 321 antes de Cristo, al solicitar el derecho a separarse de la liga ateniense. Todavía resuenan los ecos del discurso de Pericles ante la Asamblea de Atenas, con el que se inició la guerra del Peloponeso. Sin apelar a ningún tipo de dramatismo, sin embargo, la única forma de zanjar una cuestión como ésta, una vez abierta, no es otra que la de cerrar el proceso constituyente y definir con total nitidez las reglas de un juego que al adoptarse la Constitución se dejaron relativamente abiertas, basándose precisamente en la confianza y en el compromiso de lealtad inquebrantable. Por mucho arte que haya demostrado Pujol en apagar los fuegos que él mismo ha ido encendiendo, el rescoldo escrito que quedará tras este último incendio no se apagará hasta que se reafirme solemnemente el principio de la disciplina constitucional, como única garantía indefinida de cumplimiento de las obligaciones permanentes del contrato estatal. No bastará en este caso, en mi opinión, una simple declaración unilateral de buena voluntad; ni proceder a una "relectura" del contrato, dejándolo abierto a futuras "relecturas". Cuando no se sabe si el contrato dice una cosa u otra en un artículo particular, es que éste ha dejado de ser una norma segura para ordenar la convivencia y hay que cambiarlo para que recupere su firmeza. Y esto es lo que habrá que hacer. Mientras tanto, cualquier administrador diligente debe evitar cuidadosamente movimiento alguno por el terreno que se considera deslizante. Ésas son las reglas del juego.

Lo que no puede pretender Jordi Pujol es marcar al mismo tiempo el qué, el cuándo y también el cómo del debate político. Porque la "cuestión nacional" no es algo que pueda debatirse democráticamente en términos exclusivamente nacionalistas. No puede pedirse a los no nacionalistas -de Cataluña, del País Vasco o de toda España- que respondan a la pregunta nacionalista sobre si Cataluña, el País Vasco o Galicia son o no una nación, ya que los no nacionalistas no suelen tener respuesta a preguntas que no se plantean porque las consideran mal planteadas. No debemos caer una vez más en la trampa de contraponer a la pretensión nacionalista catalana o vasca un dique de contención basado en el nacionalismo español, dentro o fuera de esos territorios. Una trampa que se ha demostrado históricamente traumática e ineficaz, precisamente porque planteada en esos términos constituye más un factor de división y de realimentación de la irracionalidad que de cohesión y de ordenación de la convivencia colectiva.

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Esto no quiere decir que estemos condenados a un diálogo de sordos en esta materia. Los no nacionalistas abordamos estas cuestiones en términos de identidad colectiva, que es donde el debate nacional tiene cabida para unos y para otros. Los no nacionalistas estamos tan interesados como cualquiera en ordenar y reforzar la identidad colectiva de los ciudadanos de un país complejo, como España, en donde, además de una identidad globalizadora y multicultural, existen identidades parciales bien definidas y territorialmente localizadas. Lo que sucede es que la forma laica y pluralista con la que enfocamos el problema implica apoyar todas estas identidades en un conjunto de valores, instituciones, estilos y formas de vida compartidos -o al menos no fundamentalmente antagónicos-, pero no igualmente ordenados por lo que se refiere a las preferencias individuales y colectivas. El problema es que los nacionalistas suelen pretender enfocar la cuestión de una forma monista o totémica y exigen que se comparta no sólo ese conjunto de valores, sino también su ordenación, basando además esta última exclusivamente en los valores y formas de vida que comportan una diferencia.

Esto es lo que no resulta aceptable, porque si el problema se plantease en esos términos no podría resolverse por vías democráticas, precisamente porque es excluyente. De hecho, éste es el gran

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Álvaro Espina es sociólogo.

Identidades no nacionalistas

Viene de la página anterioragravio al que se ha venido sometiendo a muchos ciudadanos vascos y catalanes no nacionalistas, a quienes los nacionalistas han pretendido arrebatarles una parte fundamental de su propia identidad -tan vasca o catalana como la de los nacionalistas- obligándoles a optar entre ésta y la identidad española, tan legítima como ella, pero compatible con ella y mucho más globalizadora. Por eso les tildan de españolistas: porque saben que cuando se acepta la trampa de la discusión totémica, las dos identidades resultan incompatibles, dado que una ordenación de valores sólo coincide consigo misma, mientras que un conjunto de valores compartidos, pero ordenados de manera distinta, puede convivir satisfactoriamente con otras ordenaciones igualmente legítimas. Esto es así para las colectividades y para las personas en cada momento del tiempo; para unas y otras en diferentes etapas, y, lo que es más importante, para la misma persona cuando vive, desempeña papeles, se plantea o le toca decidir sobre cuestiones de ámbitos claramente diferentes. Para Isaiah Berlin, ésta es la principal fuente de enriquecimiento histórico y cultural en la que se basa la superioridad de las sociedades pluralistas y democráticas.

Este planteamiento abierto y multicultural es el que se ha venido practicando con libertad en toda España, con la excepción del País Vasco, en donde la amenaza de la acción criminal selectiva de ETA ha obligado a los no nacionalistas a esconder su propia identidad o a cultivarla sólo en el interior de auténticos guetos culturales, otorgando con ello una prima a los políticos nacionalistas, más rentable para ellos en las elecciones autonómicas que en las generales, pero que les ha beneficiado siempre. Por eso, la pretensión de "medir las identidades" (que no otra cosa es el "ejercicio del derecho de autodeterminación", tal como lo plantean los nacionalistas) en el momento mismo en que aparece la posibilidad de que cese la violencia habría resultado completamente inaceptable, ya que la violencia ha convertido la tarea de cultivar la identidad laica y pluralista en Euskadi en algo propio de héroes o mártires. Se trata de una pretensión no sólo equivocada desde el punto de vista constitucional -por usurpar de forma exclusivista la soberanía democrática a su sujeto natural tal como éste se ha configurado a lo largo de la historia-, sino también inadmisible por tratar de aprovechar de forma ventajista los efectos arrasadores que el rebufo de las bombas deja sobre el paisaje no nacionalista. Por eso decía antes que la propuesta de Ardanza es lo mínimo que puede aceptarse para no distorsionar por completo el debate. Y por eso pienso también que el tema maldito sólo debería abordarse tras un periodo largo de convivencia real en paz y libertad para todos. Y diez años no es mucho tiempo en términos de identidades colectivas.

El caso de Cataluña es distinto. Aquí, la etapa de asentamiento y libre desarrollo de la identidad catalana abierta por la Constitución también ha dado más oportunidades a los exclusivistas y ha discriminado, aunque de forma no ilegítima desde el punto de vista democrático, a los no nacionalistas -y si no, que se lo pregunten a los Boadellas-, pero eso es algo que tiende a agotarse con el tiempo. Probablemente es esa prima fundacional la que se agota, y no el Estado autonómico, como pretende Pujol. Y como ése ha sido el principal leit-motiv (por no decir el único verdaderamente diferenciador) de la política nacionalista, lo que parece agotado más bien es el modo exclusivista de hacer política en Cataluña, basado en el agravio comparativo y en la descalificación como no nacional de todo el que disiente del president en su ordenación de valores y preferencias. Una política que tiene además la virtud de centrifugar hacia Madrid cualquier error o deficiencia en la gestión corriente que, según esa ordenación, debe ceder su lugar a las únicas cuestiones esenciales, que son las relacionadas con la identidad (¡Cataluña por encima de todo!). Ésa es la razón de que mucha gente pensara que Barcelona estaba perdiendo su condición de ciudad plural, hasta que los Juegos Olímpicos rompieron el maleficio y apareció de nuevo la Barcelona abierta y entrañable de siempre. Los barceloneses han vuelto a disfrutar desde entonces de lo que eso significa, olvidando el complejo de inferioridad al que parecía condenarles el monismo cultural postulado por el nacionalismo, con el consiguiente empobrecimiento de su calidad de vida y su potencial de innovación y de irradiación cultural. El miedo ante este despertar es probablemente lo que explica el giro político de Pujol y la declaración de Barcelona.

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