La mirada del doble
Mientras la giganta renacentista permanecía tirada en la azotea de las azucenas, llegó la copia. Porque no es sólo que la saquen de su remota y alta isla para exponerla a la curiosidad de los diminutos seres que hace cuatrocientos años ve, desde la distancia de su altura, afanarse en sus negocios materiales o espirituales, congregarse para las fiestas santas o guerreras, celebrar lo sagrado o lo profano con el toque de las campanas que están a sus pies. No es sólo que la bella escultura acabe como el triste King Kong secuestrado de su isla y expuesto a la vergüenza en Nueva York (y aún sin la mirada de compasión de Fay Wray). No es sólo eso, que ya es bastante, sino que además la van a humillar enfrentándola a su copia. Dado que la réplica la va a sustituir sobre la Giralda, cuando la verdadera giganta mire a la falsa estará viendo no sólo a su asesina, sino a su suplantadora. Será un momento terrible, como en esas películas en las que el doble, empuñando una pistola, mira con burla y desafío a quien va a suplantar, haciéndole morir hasta sin el consuelo de que su muerte sea sabida, diciéndole sin palabras, sólo con su cara idéntica, que ocupará el hueco que inmediatamente, en cuanto apriete el gatillo, dejará libre. Es más, diciéndole que ni tan siquiera habrá hueco, ni lágrimas, ni recuerdo de lo que fue verdadero, porque él, el doble, ocupará su lugar, será amado por quienes amaron al muerto, que así, sin saberlo, amarán al asesino de quien amaron. Con esa angustia que la muerte hace irremediable y definitiva, desaparecerá el Giraldillo, llevándose en los ojos, como última mirada, la sonrisa cínica y triunfal de su doble. Cuando la copia corone la Giralda, ocupando como un villano de novela el trono que no le corresponde, los sevillanos creerán que están viendo un símbolo, una huella de la historia, pero en realidad estarán viendo lo contrario, lo que mató al símbolo, lo que no es historia, la copia. Hay dos formas de matar la obra de arte, con la misma muerte de reducirla a cosa: despreciarla sólo como objeto sustituible o hasta prescindible; o idealizarla desligándola de su uso. Lo primero la destruye físicamente, lo segundo simbólicamente. Estamos hablando de lo que la ciudad fue capaz de hacer en un momento de su historia (la pieza singular) pero también de lo que a partir de entonces la hizo (su acción simbólica). "Los pueblos", escribió Hegel, "han depositado sus concepciones más elevadas en las producciones del arte, las han manifestado y han tomado conciencia de ellas por medio del arte". Es de esto de lo que estamos hablando, de lo más importante: de lo que nos manifiesta y de lo que nos hace tomar conciencia como colectividad construida por la historia. Sustituir el original por la copia (¿definitivamente?) es un paso más en la imparable cosificación y museificación de la Catedral, que está afectando de forma irremediable no sólo a su sentido simbólico-litúrgico, sino desde ahora también a su materialidad. Salvo que, sería terrible pensarlo, la entronización de la copia proclame la desnaturalización del recinto que preside.
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