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La libertad de pasear a cuerpo

Ermua sigue ganando día a día su batalla contra el miedo tras el asesinato de Blanco

Hace treinta años, uno antes de que Carlos dejara Galicia para venirse al País Vasco a trabajar, el panadero de su aldea se volvió loco de celos y mató a su mujer de dos tiros de escopeta; antes de amanecer la sangre ya había teñido los sacos de harina y el primer pan recién horneado. "Me acordé de aquel crimen tan espantoso unos días después de que asesinaran a Miguel Ángel Blanco", recuerda Carlos. Casado y con dos hijos, tornero de profesión, explica por qué desde que ETA asesinó al concejal -un año y medio desde entonces- ni él ni nadie de su familia ha vuelto a pisar una de las panaderías de Ermua: "El panadero, igual que el boticario o el cura, no sólo debe tener las manos limpias, también debe ser limpio de lo otro, y yo no le compro el pan a quien no condena un crimen tan horrible; y si estoy equivocado, que Dios me perdone, pero yo no comulgo con esas hostias".La esposa de Carlos, gallega como él, intenta amortiguar sus palabras, llevárselo de la conversación con la excusa de buscar un par de sillas en el frontón, que Felipe González está a punto de llegar -tarde del viernes- para inaugurar la campaña socialista en Euskadi: "No le haga usted caso, que con lo calladito que era de zagalón ahora se ha vuelto un deslenguado, será de tanto juntarse con los andaluces del barrio". Ermua -lo ha retratado la mujer de Carlos sin pretenderlo- es un lugar de mestizaje, muy distinto al de hace tres décadas y media. En 1960 apenas tenía 2.000 habitantes, ahora son más de 18.000. Entonces, los apellidos vascos de los vecinos se iban ordenando en fila india hasta donde se perdía la memoria; ahora, hay un aluvión de niños -la tasa de natalidad sigue siendo muy alta- que cada verano viaja de vacaciones a Galicia, a Andalucía, a Extremadura y vuelve locos a los abuelos hablándoles en euskera. Nadie se había fijado demasiado en Ermua -un lugar desangelado, construido de prisa, sin orden ni concierto, el último pueblo de Vizcaya antes de llegar a Guipuzcoa- hasta que unos terroristas de ETA secuestraron, torturaron y mataron en 48 horas a un concejal del PP. Sorprendió aquellos días la reacción de los vecinos. Y aún sigue sorprendiendo hoy que -por encima de los usos partidistas y los abusos interesados del nombre de Ermua- la decisión ciudadana, espontánea y unánime, de plantarle cara al miedo sigue siendo una tarea cotidiana, diaria, como ir al mercado por la mañana y bajar la basura al anochecer.

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Aunque Carlos, el emigrante gallego, no ha vuelto a entrar en su panadería de siempre, otro Carlos, éste sí nacido en un caserío, va de vez en cuando y se toma un café. Quiere demostrar así, a la vista de todos, que la libertad consiste precisamente en pasear a cuerpo, en discutir con el enemigo de las cosas que separan. Carlos Totorica, el alcalde socialista de Ermua, siempre estuvo al frente de sus vecinos para exigirle a ETA la vida de Miguel Ángel Blanco; pero luego también fue el primero en coger un extintor y apagar las llamas que amenazaban el bar de Herri Batasuna. "No sólo la vida de Ermua ha cambiado mucho desde que mataron a Miguel Ángel Blanco", explica, "también la de otros lugares, la del País Vasco. Antes, ETA mataba a alguien, a un militar, a un policía, y a los entierros no iba nadie, se les despedía como a perros, eran maltratados después de muertos. Ahora no. Por lo menos en Ermua conseguimos enterrar a Miguel Ángel con honores de persona". Totorica enseña una vara de medir muy particular para demostrar que sus vecinos se han sacudido el miedo: "Yo empecé a convocar manifestaciones de protesta desde el asesinato del catedrático Francisco Tomás y Valiente. Sólo venían unos cuantos vecinos, un centenar, a veces algunos más, los más comprometidos; a partir de lo de Miguel Ángel, a cada manifestación asistían miles de personas. Y no sólo aquí, también en Basauri y en Vitoria... [tras los asesinatos de un policía y un guardia civil retirado]".

Un año y medio después, la calle, en Ermua, sigue siendo de los que la pasean.

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