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Sociedad de servicios

PEDRO UGARTE Telefónica jura insistentemente que ese número que llevo décadas marcando ya no existe. Euskaltel también ha entrado a desbaratar mi agenda personal. De vez en cuando recibo avisos de la oficina de correos: son paquetes postales o sobres certificados que nunca llegan a su destino. En realidad los habían traído, pero yo no estaba, según corrobora la nota del cartero. Entonces pienso que encontrarme en casa cuando esa gente hace su benemérito trabajo sería un auténtico milaro: en esas ocasiones (mediodía, por ejemplo) no acostumbro a desperezarme y comprobar con el teletexto cómo van las cotizaciones de bolsa. Me pregunto cuántos paquetes postales, cuántas cartas certificadas devolverá el cartero a su oficina cada día, habida cuenta de la irresponsabilidad de tipos como yo, que trabajamos cuando él también trabaja. Las compañías telefónicas lanzan a sus comerciales contra mí. Proponen maravillosos descuentos que si no acepto es por mi condición de ser irremediablemente estúpido. Esa buena gente está dispuesta a ayudarme, a consignar qué dos o tres teléfonos de la isla de La Gomera marco más frecuentemente y reducirme en ellos la tarifa. Yo, desconfiado, me resisto. Los comerciales no prosperan conmigo, como tampoco lo hacen las compañías de seguros de automóviles que, tan atentas, preguntan por mi cuota y se encuentran dispuestas a abaratarla. Las organizaciones que quieren hacer algo en mi favor luchan denodadamente frente a esas otras que sólo pretenden contrariarme. Pido un café y el camarero pone sobre el plato una chocolatina. Yo odio las chocolatinas, pero odio todavía más que gracias a su presencia el precio de mi café se vuelva exorbitante. Y es que mis bienhechores no pierden el tiempo: hay marcas de cerveza para las que toda la felicidad se esconde en el fondo de sus botellines y anuncios de automóviles donde una tía buena parece formar parte del lote. En cualquier autobús puede asaltarme el miembro de una secta dispuesto a convertirme. Habla de Dios o de los druidas o de los templarios o de los extraterrestres, o de todo eso a la vez. Por otra parte, se editan enciclopedias de la salud que necesito con apremio, y que podría pagar en cómodos plazos a lo largo de toda mi vida. La señorita que ha traído a casa el catálogo insiste infatigablemente, pero yo niego con decisión. Ella contrataca: "¿Así que no le interesa la salud?". Me estremezco: Dios mío, a mí sí me interesa la salud. Las academias de idiomas explican cómo aprender alemán prácticamente sin esfuerzo. La tele describe cómo adelgazar mediante unas curiosas ventosas sobre el pecho, que me permitirían al mismo tiempo planchar, terminar un puzzle u oír a Mozart. Se me ofrecen imperativamente mágicos destornilladores que, por fin, han resuelto todos los problemas que padezco a la hora de ajustar las baldas de mi biblioteca. ¿Cuántas horas gasto al día en ajustar las baldas de mi biblioteca? Una verdadera eternidad. Debería comprar ese maldito destornillador, si fuera una persona inteligente. La televisión ya no se contenta con siete u ocho cadenas generalistas: gracias a diversas plataformas digitales y a unas prodigiosas ventanitas en que (descubro) se desdobla la pantalla, podría simultanear una película de los hermanos Marx con el vídeo de un concierto de los Rolling, o un documental sobre el ornitorrinco con otro sobre las avutardas. Desde el buzón, la publicidad me pide a gritos que encargue comida china, insiste en introducirme en el fascinante mundo del submarinismo, asegura que la filosofía oriental no tendría secretos para mí a poco que me lo propusiera. Entonces suena el teléfono y alguien pregunta si tengo un perro de pelea. Luego pregunta si dispongo de un buen seguro de responsabilidad civil. ¿Soy consciente de todos los peligros que comporta mi desidia? Salgo a la calle, dispuesto a comprar un perro fiero e irascible, un verdadero asesino. Hace falta un buen motivo para contratar la póliza.

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