Un Nobel ibérico
EL NOBEL de Literatura ha hecho por fin justicia a la lengua portuguesa, hablada por 200 millones de personas en siete países de Europa, África y América. José Saramago -traducido en decenas de países, con lectores de fidelidad inquebrantable- ha añadido prestigio mundial a su lengua con una producción literaria de indiscutible peso estético y cultural. Saramago es, sin duda, uno de los autores con mayúscula de esta época, cuya creatividad hace que cada una de sus obras sea sustancialmente distinta de la anterior.Portugal, su tierra natal , tiene que sentirse especialmente orgulloso por este Nobel, a pesar de que el autor de Memorial del convento haya tenido momentos de seria tensión con el Gobierno de su país, sobre todo a raíz de la publicación, en 1991, de El Evangelio según Jesucristo. Saramago siempre ha dicho, incluso en las circunstancias más polémicas, que él no puede ser más que portugués, puesto que en la tierra vecina tiene sus raíces y su historia. Pero también España -lugar que el escritor, casado con una granadina, ha escogido desde 1993 como su segunda patria y donde ha alumbrado varias de sus mejores novelas- ha de felicitarse por la parte que le corresponde. El galardón de Estocolmo tiene, en esta proyección afectiva, una dimensión ibérica.
A sus 75 años, el Nobel de Literatura reivindica con la misma convicción su derecho al pesimismo, tras haber sido testigo de los horrores del siglo, y su fe en el comunismo, aun cuando ha sido crítico constante de las aberraciones de esta ideología. La Academia de Suecia, como ya ocurrió el año pasado con el italiano Dario Fo, ha considerado la calidad y el rigor de su obra literaria, su imaginación y sentido de la ironía. Y eso la honra. Hay algo que nadie, ni sus mayores críticos, le niegan a José Saramago: su integridad ética y moral y su compromiso radical con la sociedad en la que vive. Estamos gozosos.
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