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Vuelve lo municipal y espeso

La ciudad ha sido el tema político decisivo de los últimos 20 años en España. La gran transformación de las ciudades españolas ha derrochado poca retórica -con la excepción barcelonesa-, pero cualquiera reconocerá que el cambio colectivo más sustancial en los últimos años se asocia a una experiencia inédita de lo urbano. Las dictaduras pueden dejar Estados fuertes, incluso bien engrasados y prósperos, pero es dudoso que dejen ciudades en buen uso. El cambio de régimen fue la condición necesaria de la regeneración ciudadana. Pero la condición suficiente fue la emergencia de una generación de jóvenes antifranquistas y su instalación inmediata en el engranaje municipal. La transición política fue parca en himnos y apoteosis, pero extraodinariamente práctica respecto al cambio real de las condiciones de vida. Gracias a las ciudades: el changer la vie de Rimbaud sólo es posible en manos de los ingenieros. Silenciosamente, sin entrar en graves conflictos con los poderes fácticos, o con las famosas condiciones objetivas de la formación social capitalista, segmento Mediterráneo occidental, los técnicos municipales trabajaron con mucho éxito por la diseminación de la igualdad. Los medios de producción no iban a cambiar de manos; pero unos cuantos metros cuadrados de asfalto, árboles y alumbrado podían equilibrar la experiencia de la higiene, el placer y la belleza. Esta pléyade de dirigentes municipales -muchos de ellos sin nombres de relieve aún hoy, a 20 años de su éxito- compartía una característica que resultó esencial en su trabajo: tenían formación política. No importa que buena parte de su discurso hubiera sido, en el último franquismo y en los albores de la transición, completamente absurdo e irreal. Ni siquiera importa que sus lecturas -apologías de la autogestión yugoslava y tratados de jardinería maoísta- fueran grotescas e intrascendentes. Leer es como andar: activa la circulación con independencia de adónde uno vaya. Tenían formación política: es decir, habían pensado en términos políticos: es decir, tenían aliento utópico: es decir, ideas. Es probable que a su llegada a los ayuntamientos se dieran unos cabezazos de impresión. Y, naturalmente, no todos de entre ellos tuvieron la misma oportunidad y la misma suerte: hubo quien no probó nunca gobierno y ahí flota todavía en el líquido amniótico de un paraíso no verificado. Pero la combinación entre lo real y el obstinado candor de las ideas produjo en general muy buenos efectos. Fueran o no conscientes de ello, no hay duda de que los jóvenes gobernantes de nuestras ciudades aplicaron un principio clave y veraz a su gestión: la gestión de la ciudad es ajena al pensamiento único. Veinte años después, sin embargo, el pensamiento único parece apoderarse de los gobiernos municipales de España. Las causas son múltiples. Biológicas, porque el envejecimiento de la generación de la transición es irrevocable. La corrupción moral e intelectual que en algunos lugares ha traído el ejercicio sostenido del poder también cuenta. Y por último están, sobre todo, las consecuencias del doble y paradójico atentado que la política sufre a cuenta de la globalización y del fecundo -y tan borde- esperma nacionalista. Basta echar un vistazo simbólico a las dos grandes ciudades españolas. En una gobierna el casticismo: a grandes voces flatulentas, como corresponde; y en la otra, la melancolía. De las oposiciones respectivas, ningún otro rasgo destaca más que el de su carácter virtual. La situación es especialmente hiriente en Barcelona. No se trata de la calidad de vida, que es alta todavía y superior a la madrileña. Se trata sobre todo del umbral que presagia una rebaja en esa calidad: la ausencia total de ideas en una ciudad que hasta hace bien poco se postuló a sí misma -postularse a sí: operación catalanísima- como laboratorio ciudadano de Europa. Y no me refiero ahora a la vacuidad absoluta de sintagmas tales como "la ciudad del conocimiento" o "el fórum 2004". Esto tiene poca importancia: nadie creyó en ellos. El problema es el gastado aire de resignación con que el Ayuntamiento barcelonés encara buena parte de la vida ciudadana. Resignación ante el cariz peligroso que está adquiriendo el tráfico barcelonés; ante el ruido; ante la evidencia intelectual de que nadie parece haber ideado un método razonable para recoger la basura; resignación ante la devastación de los parques públicos, un finísimo y nada irrisorio termómetro del spleen ciudadano; ante la propia fiesta: esta Mercè repetitiva, inercial, casi vivida como una obligación, que acabamos de pasar; resignación, falta de coraje político, de autoridad y de confianza, ante los obstáculos que el Gobierno de la Generalitat o el del Estado ponen al desarrollo de las infraestructuras barcelonesas: "Todo va muy lento" declaraba hace poco, con absoluta languidez, con enervante languidez, el alcalde Clos en La Vanguardia; resignación ante la propia falta de ideas: "Escriu al teu alcalde" pide, como quien pide el viático. La situación se complica cuando se observa un riesgo añadido: la dilapidación del buen nombre que Barcelona ha adquirido en el mundo gracias al azar olímpico y al buen trabajo. Basten dos ejemplos: la serenidad absoluta con que el Ayuntamiento afronta la inclusión de Barcelona en las redes telemáticas -deben de creer que basta con una web parcialmente inactiva para estar en el mundo- y el tratamiento dado a los miles de viajeros que llegan a la ciudad, aún guiados por la leyenda: la Barcelona que han encontrado los turistas este verano ha sido una ciudad sucia, polvorienta, desordenada, cerrada por vacaciones y con una actividad cultural anegada en el Maremàgnum. La incapacidad del actual equipo de gobierno para reflexionar sobre el cambio de consideración de Barcelona, sobre sus posibilidades como anfitriona, su atarugamiento a la hora de impartir pedagogía entre el conjunto de los ciudadanos y promover un cambio de costumbres comerciales, culturales y sociales, irrita y decepciona. Sin embargo, el gobierno de Clos sólo es un síntoma de un fenómeno más complejo: en España, la ciudad decae como tema. Todo lo contrario de lo que hoy sucede en Londres, en Berlín o en Roma. Al borde del tercer milenio se sabe que los problemas de la ciudad son los problemas reales de la vida y que su solución ha de empeñar a los políticos, los técnicos y los intelectuales de un modo radical. Pero lo que aquí nos ocupa, y ocupa incluso al ex alcalde del prodigio -aquel que se aburrió de la ciudad-, es el próximo periodo constituyente. Como en el XIX. Dejada la ciudad en manos de la inercia municipal y espesa, la política vuelve a ser, como suele en España, declamación y fantasmagoría.

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