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Juventud, divino tesoro

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Las editoriales de libros son como las personas: unas envejecen mejor que otras. También como las personas, ciertas editoriales parecen quedarse enganchadas en un momento determinado de su existencia, preferentemente la infancia o la adolescencia. De esta manera consiguen situarse en un mercado que resulta más mental que físico. Cuando se entra en una librería, no se suele encontrar los productos de esas editoriales. Y si sus nombres aparecen en una conversación adquieren inmediatamente connotaciones de magdalena proustiana. Basta que alguien pronuncie la palabra Molino para que, ipso facto, uno visualice las portadas de las novelas de Agatha Christie o las primeras ediciones de las aventuras de Astérix, Michel Tanguy o Jerry Spring. De la misma manera, si alguien habla de la editorial Juventud, todo el mundo identifica a esa empresa con los álbumes de Tintín, con su tapa dura y mate y su lomo de tela. Si la conversación abunda en el tema, aparece el nombre de Enid Blyton, cuya obra está repartida entre esas dos editoriales sobre cuyo presente nadie tiene las cosas muy claras. A veces uno se pregunta: ¿qué le sucedió a esas empresas para acabar convertidas en esas extrañas entelequias que son en la actualidad?; ¿qué extraño accidente intervino en la línea sucesoria de esos negocios familiares para que cada día aparezcan más familiares y menos negocios?; ¿qué extraño destino ha convertido a Juventud y a Molino en niños encerrados con un solo juguete? Editorial Juventud celebra ahora su aniversario número 75. Los responsables de la empresa insinuaban algunos cambios en un artículo publicado el pasado viernes en El Periódico, pero no quedaba muy claro en qué consistían. Nada se sabe de Molino, más allá del baldeo que le están dando últimamente a las terribles traducciones de las novelas de Agatha Christie, realizadas con mejor intención que conocimiento de la lengua inglesa (conozco a la persona que se encarga de esta misión, y al pobre le cuesta más trabajo arreglar los miles de errores que emprender una nueva traducción de la obra, pero parece que los responsables de la editorial consideran esa posibilidad un despilfarro absurdo). El actual panorama de la edición en Barcelona se lo pone muy difícil a todos aquellos que no lleven un mínimo de 25 años imponiendo eficazmente su presencia en el mercado. Buenos editores como Daniel Fernández (Edhasa) o Sigrid Kraus (Emecé) lo comprueban a diario en sus carnes, cuando publican libros que se venderían decentemente en Anagrama o Tusquets mientras ellos se comen casi toda la edición a la que se descuidan. Pero tanto Edhasa como Emecé tienen, por lo menos, una ventaja sobre Molino y Juventud: la de tener (¡a la fuerza!) confianza en el futuro si se sigue trabajando en la dirección adecuada. La una no se ha conformado con ser la editorial de Graham Greene y la otra no se resigna a pasar a la historia como la casa madre de Borges. Algo parecido deberían hacer Molino y Juventud para no afianzarse en la memoria colectiva como las editoriales de Agatha Christie y Hergé. Si no hacen algo, sus nombres seguirán siendo magdalenas de Proust. Y los lectores, a lo sumo, elaboraremos teorías estéticas sobre el encanto art déco de las primeras ediciones de la mítica Biblioteca Oro. O recordaremos, nostálgicamente, aquellas traducciones de las aventuras de Tintín a cargo de Concepción Zendrera, en las que todos los personajes hablaban un castellano con modismos catalanes clavado al de nuestras queridas madres de posguerra. ¿Están a tiempo Molino y Juventud de ser algo más que cadáveres con una salud de hierro? ¿Qué sucederá el día en que Casterman venda Tintín a un grupo más potente o que el editor inglés de Agatha Christie haga o propio? Renovarse o morir, señores, renovarse o morir.

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