Quebec, Canadá, España: renegociando contratos
Tras las primeras reacciones, parece cada vez más claro que la reciente decisión del Tribunal Supremo (TS) de Canadá recaída en la consulta del Gobierno federal sobre la viabilidad jurídica de la secesión de Quebec no arroja un jarro de agua fría sobre las aspiraciones soberanistas de dicha provincia francófona. Antes bien, en contra de lo que muchos temían o esperaban, el pronunciamiento judicial se perfila como un refinado y salomónico ejercicio de ponderación de intereses.Por un lado, dentro de lo predecible, reafirma la imposibilidad de encajar una eventual declaración unilateral de independencia en el actual marco constitucional canadiense, así como su no cobertura bajo un pretendido derecho a la autodeterminación, proclamado por la Carta de la ONU desde un contexto y con fines muy distantes a los del supuesto quebequés. Pero, por otro lado, los razonamientos conducentes a esa conclusión han venido a interpretarse como una incentivación objetiva de esas aspiraciones. En efecto, a través de una lectura de "lo constitucional" que ha querido ir más allá de la letra escrita, el TS ha navegado hacia los postulados implícitos del pacto fundacional canadiense. Este recordatorio de que la Constitución -de acuerdo con la tradición jurídica anglosajona- es algo más que Derecho escrito e impone una lectura finalista de sus presupuestos, ha permitido al TS vincular los principios democráticos, federal y de primacía del Derecho con la imperatividad -no moral, ni política, sino constitucional y, por lo tanto, jurídica- del necesario entablamiento de una renegociación de dicho contrato canadiense, incluso si ésta condujese a la segregación de Quebec, siempre que si así se pronunciara la voluntad de los quebequeses por una "clara mayoría" en consulta referendaria (con aparente ignorancia, dicho sea incidentalmente, de que esa consulta ha tenido lugar ya en dos ocasiones, y por dos veces ha sido denegada por las urnas).
Muchos son, por descontado, los desafíos abiertos por esa orientación judicial: qué es lo que habría que entender por "mayoría clara"; cómo compatibilizar la idea de "pueblo quebequés" con lo que haya de decir sobre ese renovado contrato el "pueblo de Canadá"; cómo se subrogaría el nuevo Estado quebequés frente a los preexistentes derechos de los aborígenes, actualmente paccionados con la federación... y cómo encarar, sobre todo, los compromisos financieros y la responsabilidad internacional derivada de la accesión al estatus de soberanía propugnado por los nacionalistas. Todos y cada uno de esos desafíos políticos han sido florentinamente esquivados por el TS. Pero ello no desdice un ápice el innegable coraje, más allá de lo exigible, desde el que han sido abordados antiguos nudos gordianos del constitucionalismo: así, la incidencia de las reglas del Derecho internacional como fuentes de Derecho interno en el enjuiciamiento de constitucionalidad; la dimensión negociadora y procedimental de la idea de democracia en la Constitución, lo que le confiere un carácter de proceso al servicio de una sociedad abierta y su realización política...
Importa por ello subrayar el énfasis con que el TS ha querido recordar a todos los actores políticos las limitaciones intrínsecas al instrumento del Derecho como técnica de paz y resolución de conflictos. Al adverar la existencia de un genuino deber constitucional de renegociar el contrato si así lo reclaman las partes, el TS ha acometido un paso considerable, pero también se ha constreñido a detenerse ahí: el resto -¡y ahí es nada!-, sus condiciones y sus resultados posibles, incluso las modalidades de encauzamiento de las demás cuestiones constitucionales implicadas (las reformas necesarias y sus respectivos procedimientos, los derechos de los aborígenes y su proyección sobre los antiguos vínculos fiduciarios de la federación con las naciones autóctonas...), queda así reenviado a la jurisdicción exclusiva y excluyente a la que pertenece: la política y sus actores en una sociedad pluralista y, por ende, conflictiva.
Vista, por tanto, desde España, crecientemente atraída por la experiencia canadiense y su debate a propósito de multiculturalismo y federalismo asimétrico, cabe inferir que, con largura, la lección más importante de este episodio judicial reside, sencillamente, en el recordatorio de una evidencia histórica: a la luz de 20 años de vigencia de la Constitución Española de 1978, es útil no perder de vista que toda Constitución que quiera y sepa pervivir debe comprender también no ya la posibilidad, sino la conducción de sus cambios en la medida en que así vengan a demandarlo los designios libremente contrastados de sus destinatarios, los poderes constituidos, y, entre ellos, el pueblo. Pero de esta misma razón se derivan, desde España, al menos dos reflexiones. Así, por un primer lado, en el dictamen del TS canadiense ha de entenderse decisivo el entendimiento de Canadá como el resultado de un previo pacto federativo, en el que la voluntad de los pueblos contratantes continúa reteniendo una parcela decisiva de legitimación de cara a toda eventual reactivación constituyente (ya sea ésta de reforma, revisión, reajuste, reconcepción o disolución, en su caso del pacto federativo). Mientras, muy distintamente, la introducción en España de la sola idea de "pueblos" con proyección constituyente, perfectamente posible como hipótesis, implicaría hoy por hoy lo que el artículo 168 de la CE califica nada menos que de "revisión total" (no una simple "reforma") de la Constitución, con todas sus dificultades. Pero, por un segundo lado, aun cuando dicha secuencia fuere posible en virtud de una indiscutida primacía del Derecho resultante de un proceso democrático, libremente conformado, cabe enjuiciar, no ya con dudas, sino con el mayor escepticismo, su viabilidad política y fáctica entre nosotros, dada la situación de anormalidad democrática en la que en tantos sentidos se situaría el debate sobre la soberanía en Euskadi, y la más que previsible ausencia de garantías acerca de la aceptación pacífica y general de los resultados que fueren.
Nos baste imaginar aquí la transposición de un escenario ensayado en el debate canadiense: dos veces consultado el pueblo, dos veces declinada la oferta de apuesta prosoberanista; y ni una ni otra, sin embargo, han desactivado hasta ahora la ambición nacionalista. ¿Acaso no cabría concluir que, al menos durante un cierto tiempo, el contrato canadiense en pro de un pacto federal -plurinacional, si se quiere- habría quedado renovado en términos impecables y estrictamente democráticos? Y si esa ambición no ha abdicado hasta ahora ante las urnas allí donde el independentismo ha renunciado al terror, ¿qué perspectiva albergar frente a la disposición a renegociar un contrato ateniéndose al Derecho de aquellos radicalismos que han hecho de la violencia una señal de identidad tan indisociable a su esencia como la violencia, el odio y el culto a la muerte lo fueron en su día del fascismo?
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