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Madrid arbóreo

Sigo sintiéndome incapaz de pergeñar mi famosa oda septembrina, pero algo tendré que hacer para conmemorar la llegada del otoño, estación hermosa y melancólica, cuyos prodigios sobre la naturaleza -desde esas doradas galas con que van revistiéndose los árboles al prodigioso alumbramiento de las setas en bosques y dehesas- debiéramos contemplar más íntimamente para solaz de nuestra ánima inmortal. Lástima que el otoño signifique, al margen de su belleza, la vuelta al cole, al trabajo, a la rutina, a la realidad cotidiana. No nos queda mucho tiempo para andar por ahí contemplando arbolitos y además es bastante probable que andemos algo mohínos y desesperanzados: ¡bah, arbolitos a mí!Sea como fuere, permítanme recordarles, por si les sirve de consuelo, que somos muy afortunados. El tiempo suele ser en Madrid bonancible por estas épocas, sin los sustos o decepciones que nos arrea la primavera. No sé qué dispondrán esta vez El Niño y su compinche La Niña, pero los otoños capitalinos suelen caracterizarse por su buen carácter, con numerosos días y noches tirando a balsámicos. Y Madrid es una ciudad arbórea, afirmación que quizá les sorprenda saliendo de mi tecla. No tiene por qué ser así: jamás dije lo contrario. Lo que me agravia y desespera casi todos los días del año no es la escasez de árboles, sino el mal trato -innecesario, antiestético, despilfarrador y suicida- que aquí reciben de instituciones y particulares, sin que jamás se nos diga por qué, a qué viene eso, con qué "se come". Pero no me asomo hoy a esta columna en son de guerra: es mi tregua.

Madrid arbóreo, sí, señor. Pensamos en la Castellana, Recoletos y el Prado, en Rosales, en la Quinta del Berro, El Capricho o los numerosos parques que, con nombres y posiblemente hechos menos emblemáticos, han ido surgiendo por los barrios periféricos a medida que la ciudad se expandía. Pensemos en los cientos de miles de árboles anónimos que adornan nuestras calles, o en la deliciosa, libérrima y proletaria Dehesa de la Villa, toda una institución para los madrileños de Tetuán, Peña Grande o Cuatro Caminos, aunque probable y lógicamente resulte desconocida para los de Vallecas y Moratalaz, que no en vano la urbe crece y crece como un adolescente bien cebado. Jamás podrían intuir tanto esplendor arbóreo los forasteros que se limiten a circunvalar Madrid por nuestras M-30, M-40 y demás emes, atravesando paisajes yermos de chabolas y cascotes, cardos, jaramagos y tierras baldías que recuerdan al Extremo Oriente mucho más que a una ciudad de la UE y a los que sucederán los cinturones industrializados o los gélidos rascacielos de hormigón, acero y cristal. Pues ya ven: dentro de la ciudad que esos anillos circundan y comunican existe una extraordinaria cantidad de árboles.

Y nuestra sierra, tan amenazada y en partes esquilmada, continúa, empero, constituyendo el pulmón básico, no sólo de los pueblos que en ella se arraciman, sino de la capital. Nos dio lo mejor de sí misma desde nuestra más tierna infancia, oxígeno, agua purísima, vida (hecho particularmente detectable en los tiempos malditos de la tuberculosis), inspiró a los escritores del 27, independientemente de su origen, filiación o idiosincrasia, y ahí sigue, alegrando nuestros años adultos. Navacerrada, Cotos, La Morcuera, Canencia, El Paular, Rascafría, Guadarrama, Los Molinos y Cercedilla, La Pedriza, Peñalara, La Maliciosa, Navafría, nombres entrañablemente unidos a las vivencias de los madrileños. Mucho después -por su inasequibilidad originaria- decubriríamos boquiabiertos la Hiruela, o Puebla de la Sierra, y por el camino muchos paisajes inéditos y grandiosos que nos recordaron a las Alpujarras, rinconcitos "astures" con árboles frondosos y vaquiñas paciendo que evocaban a Asturias o Galicia. Y la propia Hiruela, con sus muros de piedra, sus tejados de pizarra sin pulir, sus musgos y líquenes, parecía, a un tiro de piedra larguito de la capital, un trozo de los Ancares.

El increíble forestal de Villaviciosa de Odón, a tan sólo 20 kilómetros de Madrid, enraizado en mí desde que alcancé uso de razón, las como minerales hayas de Montejo ponen en mí las mejores sinfonías del universo y, en fin, hay que dar gracias por el otoño al Dios del Día Azul.

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