Sierra chica y sierra pobre
En el vértice superior del triángulo madrileño, en tierra fragosa de peñas y brañas, entre bosques de robles y pinos, donde se da el acebo y el piorno, entre ríos y arroyos claros e impetuosos, está La Acebeda, uno de los núcleos tradicionales de la sierra pobre madrileña. Las gentes de ciudad no entienden esta humilde definición para una comarca que a sus ojos es un compendio de riqueza paisajística, un paraíso agreste en el que la naturaleza ha derrochado sus encantos. Pero el paisaje no es comestible, aunque los depredadores inmobiliarios lo parasiten y borren con sus urbanizaciones, y la tierra sobre la que se asientan magníficos ejemplares arbóreos y enmarañados matorrales y arbustos apenas permite una agricultura de subsistencia, de cereal y patata.Para los ciudadanos, los verdes prados y las húmedas dehesas que se salpican entre los bosques y los pueblos son el no va más de la riqueza paisajística, la envidia de sus parterres urbanos y de sus parcelas de indómito césped. El suelo es pobre, aunque luzca sus mejores galas vegetales, la riqueza de esta sierra pobre está en el subsuelo fecundo en aguas subterráneas que se nutren de las otrora copiosas nieves de sus montañas.
Para llegar a La Acebeda hay que dejar la autovía del Norte unos kilómetros antes del puerto de Somosierra y adentrarse en una carretera estrecha y sombreada, a un lado el bosque en el que predominan los robles adultos y los jóvenes rebollos, del otro los terrenos acotados y arbolados de fincas privadas, hoteles y chalés aislados y camuflados púdicamente en una mancha de verdor. "Parece Galicia" o "cualquiera diría que estamos en Asturias" son dos frases muy corrientes entre los excursionistas madrileños que se adentran por primera vez en estos valles y estas sierras. Lo mismo pensaron hace siglos los gallegos y los asturianos que refundaron o poblaron algunas de estas villas y aldeas.
"Robles, rebollos, pinos, serbales, castaños, cerezos silvestres, fresnos, sauces, brezos, acebos, piornos", Victoriano Sanz Araújo enumera una larga lista de árboles y arbustos que pueblan las laderas de su sierra. A punto de cumplir los 80 años, Victoriano se lamenta del despoblamiento de su comarca. En La Acebeda residían a comienzos del pasado siglo más de trescientos vecinos. Hoy, al término de un verano en el que la población flotante superó el centenar, La Acebeda se quedará con sus 49 habitantes censados, dispuestos a afrontar otro duro invierno.
El núcleo urbano de La Acebeda está compuesto por casas recias y bajas, con tejados inclinados para protegerse de la nieve, los muros son de mampostería y sillares de granito, y en algunas construcciones más recientes asoma la madera. En el nuevo edificio del Ayuntamiento, el cajón de sastre de la posmodernidad ha alumbrado una mezcla arquitectónica entre la arquitectura rural y la vanguardia, la mampostería utilizada consigue que la Casa Consistorial no desentone con el paisaje urbano, con la contigua iglesia sencilla, rústica y compacta que guarda en su interior pinturas y tallas del siglo XVI. El templo es de traza barroca, según las guías, pero Victoriano, cronista vocacional de su aldea, se remonta al siglo XII, en el que sitúa los orígenes del pueblo.
Un anciano llena su botijo en la fuente adosada a la iglesia y contempla, con no disimulada curiosidad, cómo el cronista toma nota de la inscripción torpemente grabada en el cemento y fechada en 1945, en la que se agradece a don Carlos Ruiz, governador (sic) de la provincia, la iniciativa de tan humilde caño. Los vecinos de La Acebeda nunca tuvieron muchos motivos de agradecimiento hacia las autoridades gubernativas, salvo, tal vez, el de haberles dejado en paz, en el olvido que hubiera podido transformarse en abandono total si no fuera porque la sedienta y voraz capital autonómica necesita abastecerse con los caudales que tan generosamente manan en la cuenca del Lozoya. Paradójicamente, los pobladores de estas sierras acuíferas han tenido hasta hace poco tiempo problemas de abastecimiento de aguas. La preservación del caudal ha impedido el desarrollo de la urbanización en la comarca, privando a sus habitantes de una fuente de riqueza a corto plazo, pero protegiendo su paisaje de expolios y desmanes medioambientales.
Madrid ha sido muy egoísta con esta sierra generosa que dejaba correr sus aguas limpias hacia la ávida meseta, sin darle casi nada a cambio. En La Comunidad paso a paso, guía verde editada por Penthalon en 1991, puede leerse: "Desdichadamente es cierto que la dotación de servicios de estos pueblos es muy deficiente y su población se reduce en invierno a algunas parejas de ancianos resistentes...". En La Acebeda hay censados tres niños que han de acudir al colegio a Buitrago, y también cuatro jóvenes ganaderos que continúan con la tradición del pueblo y son esperanza de su supervivencia.
Hoy La Acebeda queda a muy pocos minutos de una importante autovía, pero del aislamiento de épocas pasadas da fe el relato de Victoriano, anciano cronológico y joven resistente, al que un diario de Madrid llamó hace unos años el hombre de los 14 oficios, entre los que se contaban el de alcalde (16 años), juez de paz, practicante, comadrón (cuatro partos atendidos), forestal, ganadero, molinero, tabernero, delegado sindical, corresponsal y cronista.
Más cerca de la capital, La Acebeda, como otros núcleos cercanos de esta sierra privilegiada y humilde, es descubierta día a día por los ojos asombrados de los madrileños urbanos que se dejan abducir por los encantos agrestes de la zona. En La Acebeda sólo hay un bar que es al mismo tiempo tienda de ultramarinos, estanco y todo lo que haga falta, pero hace poco se abrió La Posada de los Vientos, y en un antiguo molino funciona un restaurante los fines de semana. El turismo rural se confirma como una alternativa posible y ecológica en estos montes donde abundan los "jabalines", denominación popular que soluciona la duda infantil entre jabalís o jabalíes.
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