Negocios saneados
Ayer nacieron en la ciudad de Valencia 30 niños y niñas. Nuestras fuerzas armadas no incurrieron en un incremento adicional de sus costes por el hecho de que hubiese más consumidores del bien público "defensa nacional", ni la cantidad disponible de éste sufrió disminución alguna por la existencia de nuevos consumidores, ni se puede excluir a estos bebés ni a ningún español del consumo de este bien, puesto que para su disfrute no funciona el mecanismo de mercado, nadie puede cobrar un precio y, en virtud de si uno lo paga o no, acceder o no a él, lo cual, sin embargo, ocurre con las chocolatinas, corbatas, automóviles o zapatos. Con cualquiera de los bienes que llamamos privados, puesto que si yo compro una barra de pan hay una menos para los clientes que esperan, si no la pago no me la entregarán, seré excluido de su consumo y, lógicamente, para poder atender a un cliente más el hornero tiene que incurrir en el coste que supone producir una nueva barra de pan, lo que se denomina el coste marginal, el coste de la última unidad producida. A los bienes en que no existe esta situación, que se pueden consumir conjuntamente, sin rivalidad ni disminución, como la defensa nacional o las señales que lanza un faro costero, se les denomina bienes públicos puros. El mercado jamás los producirá porque ningún empresario fabricará un bien por el que no pueda cobrar un precio, excluyendo así de su consumo a quienes no paguen. Por tanto, si son bienes que la sociedad necesita, sólo pueden ser producidos por el Estado -en cualquiera de sus niveles- y costeados con cargo al presupuesto. Sin entrar en más complejidades técnicas, podemos afirmar que bienes públicos puros, en sentido estricto, hay muy pocos. Lo que habitualmente la gente llama bienes o servicios públicos, constituye en realidad una categoría especial, la que los anglosajones denominan merit goods y nosotros bienes de mérito o bienes preferentes, como la sanidad o la educación. Son bienes que el mercado puede producir, porque puede ejercerse la exclusión mediante el mecanismo de precios y su consumo no es conjunto sino rival -algo más para mí supone algo menos para los demás- pero en tanto en cuanto el mercado no garantiza la provisión de una cantidad suficiente o a un precio que permita su consumo general, satisfaciendo los imperativos constitucionales que establecen la igualdad entre los españoles como un valor superior, ni tampoco se garantiza que, por ejemplo en el caso de la educación, se produzca en las condiciones constitucionales de libertad ideológica y religiosa, son bienes en los que, de forma concurrente, actúan el Estado y el mercado. Pero dentro de la oferta pública de bienes y servicios que efectúa el Estado -en cualquiera de sus niveles, insisto- habría a su vez que distinguir cuando se producen directamente por él, como las clases en un instituto -lo que sería producción pública- de cuando el Estado no produce el bien pero lo facilita con cargo al presupuesto, como el material de prácticas o los folios en un examen, que sería la llamada provisión pública. El debate político actual, a grandes rasgos, está básicamente planteado en estos términos: los límites de la provisión pública frente a la producción pública y los niveles de concurrencia entre mercado y Estado en cuanto a la oferta de ese tipo de bienes que los ciudadanos estimamos en nuestra escala de valores de forma preferente. Que no otra cosa sucede con la polémica sobre la política del PP de trasvasar ingentes recursos presupuestarios a los sectores privados educativo y sanitario. Uno puede, o no, compartir la acusación que formuló durante el debate sobre política general el portavoz socialista acerca del enriquecimiento de quienes tienen intereses en este último. Pero, en cualquier caso está claro que estos empresarios, como los de cualquier otra industria, no se mueven por filantropía sino en busca del beneficio, de la diferencia neta entre sus ingresos y sus costes, como es lógico y legítimo. Pero si en esta actividad sanitaria supletoria de la pública no existen los ingresos directos resulta que en los costes que sufraga la Administración está incluido ya el beneficio del empresario, que se lucra en una actividad sin riesgo ni incertidumbre empresarial alguna, lo cual no encaja muy bien con las tesis sobre la naturaleza del empresario y el beneficio formuladas por el profesor Knight, padre teórico de la llamada Escuela de Chicago, santuario de neoliberales. En definitiva, mientras el sector privado sanitario dependa de la Administración para su volumen de negocio y también en gran parte de todos los costes previos en que la sanidad pública debe incurrir para los diagnósticos, sobre todo los dificultosos, antes de que los privados pongan a funcionar sus quirófanos -en los que operan básicamente médicos que son funcionarios públicos en otras horas del día- y sus servicios de hostelería sanitaria, al ciudadano siempre le cabrá la razonable duda de si las famosas listas de espera que justifican este proceso no habrán sido más o menos artificialmente provocadas o fomentadas, sea intencionadamente o por una gestión -y una disciplina funcionarial o, mejor dicho, la falta de ella- cómplice, negligente o rutinaria. Si a ésto se suman todas las denuncias publicadas por este diario sobre empresas beneficiadas con este saneado negocio, con nombres y apellidos de personas vinculadas a ellas y hoy con responsabilidades políticas en el gobierno del PP, comenzando por el propio subsecretario de Sanidad y su pudiente familia, pues no sé, ustedes mismos decidirán. De la educación ya hablaremos otro día.
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