Justicia política
La sociedad democrática se caracteriza, entre otras cosas, porque entre la justicia y la política hay una frontera, es decir, contacto, pero, sobre todo, separación. La justicia y la política son esferas conexas pero autónomas. Y ninguna puede sobrevivir cuando ambas se mezclan.Precisamente porque ambas entran en contacto es por lo que resulta de la máxima importancia que la lógica que preside las decisiones de los órganos judiciales y la que preside la de los órganos políticos sea distinta y no se produzca confusión entre una y otra. En la separación de ambas descansa la construcción del Estado de derecho. Cuando esto ocurre, la lógica jurídica acaba cediendo siempre ante la lógica política y se acaba inevitablemente en la utilización de la justicia para la persecución del adversario, que, a partir de ese momento, deja de ser considerado como tal para pasar a ser considerado como enemigo, rompiéndose la solidaridad mínima interna indispensable para que un sistema político democrático opere.
Por esta pendiente empezamos a deslizarnos tras las elecciones de 1993 y estamos cayendo a una enorme velocidad. La política está degenerando en persecución judicial y la justicia está degenerando en justicia política. Esto es lo que caracteriza la situación actual de nuestro sistema político. Porque el problema no es únicamente la sentencia del caso Marey. Si esta sentencia fuera la única dictada por el Tribunal Supremo en esta dirección, estaría mal, pero sería soportable. El problema es que es la cuarta. Es que viene tras las sentencias de Filesa, de los papeles del Cesid y de Fungairiño. No estamos ante una sentencia aislada, sino ante una línea de actuación.
Ninguna de estas sentencias aisladamente considerada es explicable en términos jurídicos. Ninguna de ellas resistiría el análisis en un seminario científico en ningún centro universitario digno de tal nombre. Todas juntas, mucho menos. En todas ellas el Tribunal Supremo ha tenido que retorcer o contrariar el ordenamiento jurídico hasta extremos inimaginables para secundar la estrategia política del Gobierno del Partido Popular.
Las conductas enjuiciadas en el caso Filesa eran moralmente repugnantes, pero ese reproche moral no estaba tipificado penalmente. Por eso el Tribunal Supremo tuvo que condenar por un delito que los imputados no podían siquiera haber cometido, el delito electoral, y por otro, falsedad en documento mercantil, que sabía perfectamente que no lo era, como lo pondría de manifiesto al día siguiente con la revisión de la condena a Mario Conde. En la sentencia de los papeles del Cesid, ante la "cobardía" del Gobierno para tomar una decisión que sólamente él podía tomar, el Tribunal Supremo atiende el guiño del Gobierno para hacerlo en su lugar, autoatribuyéndose una competencia que en modo alguno tiene. En el caso Fungairiño, ante una "cacicada", definida por la Junta de Fiscales de Sala como la "mayor quiebra del Estado de derecho" desde la aprobación de la Constitución, el Tribunal Supremo la declaró ajustada a derecho en contra de toda lógica jurídica, salvándole la cara al presidente del Gobierno en el debate sobre el estado de la nación.
Éstos son los antecedentes de la sentencia del caso Marey, que no ha hecho más que confirmarlos y profundizarlos. El retorcimiento del ordenamiento para considerar prueba lo que objetivamente no lo es o para inventarse una doctrina ad hoc de la prescripción que nadie ha sostenido jamás, ha llegado a extremos difíciles de imaginar en cualquier Estado de derecho. El problema de la sentencia del caso Marey es que llueve sobre mojado. No estamos ante una golondrina que no hace verano. Estamos ante una estrategia, que viene de lejos, de transformación del adversario político en enemigo al que hay que aniquilar por cualquier medio. Y lo que es peor, ante unas decisiones del Tribunal Supremo que no son explicables en términos jurídicos, sino únicamente en clave de esa estrategia política.
Pues lo más grave de lo que está pasando no es que José Barrionuevo y Rafael Vera hayan sido privados de libertad sin pruebas, con base en "intuiciones" subjetivas absolutamente indemostrables. Y me parece gravísimo. Lo más grave es que nos estamos quedando colectivamente sin espacio para hacer política. El sistema político de la democracia no puede ser un solitario. La actuación del Tribunal Supremo en consonancia con el Gobierno lo está encajonando en esa dirección.
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