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Ostots

Es muy probable que vivamos inmersos en una cultura del brillo. Grandes nombres, grandes espectáculos, infraestructuras de lujo. Y grandes números: de dinero, de espectadores, de peregrinos. El acontecimiento cultural debe ser, además, rentable. No se trata de una rentabilidad inmediata, efectiva. No, no hablo de amortizaciones o de superávits. De hecho, el acontecimiento como tal puede ser deficitario, incluso fuertemente deficitario. Las rentabilidades culturales se miden en la actualidad por otros parámetros. Uno de ellos, de no pequeña importancia, nos remite a la vitalidad ciudadana, un vector que podemos considerar político en el buen sentido de la palabra -y hago la matización porque me parece necesaria-. Otro vector nos remite a la propaganda. Un gran acontecimiento cultural ha de ser publicitado, ha de tener resonancia exterior. Curiosamente, quien se beneficia de esa publicidad no es -o no lo es sólo- el acontecimiento en sí, sino la ciudad que lo organiza. El Guggenheim puede ser un ejemplo, casi tópico, de lo que estoy diciendo. Una inversión que se anunciaba ruinosa está resultando de una rentabilidad ciudadana insospechada. Proporciona, además, un símbolo identitario, un elemento fundamental para toda metrópolis que se precie. Gracias al edificio, es cierto, pero hay acontecimientos culturales que no necesitan titanio para conseguir efectos similares. Y todo esto no me parece mal, porque los brillos sin fuego suelen durar poco y normalmente se apagan. Los años ochenta estuvieron repletos de brillos sobre el vacío y son, en este sentido, paradigmáticos. Los brillos de verdad, los que aún perduran, se asientan sobre realidades sólidas, y son los de siempre: las grandes metrópolis, y luego, Bayreuth, Edimburgo, Venecia, Avignon... Salzburgo. Por supuesto que, si destaco esta última ciudad sobre las demás, no lo hago por casualidad ni por respetar el alfabeto. Cuando Odón Elorza, nuestro alcalde, habla o hablara de la Salzburgo del sur para referirse a San Sebastián, sus palabras resultaban algo grandilocuentes, pero era de agradecer que optara por esa ciudad como referente o modelo para la nuestra. Todos los alcaldes son proclives a la promoción de etiquetas o eslóganes que tratan de ensalzar su ciudad, y hubiera sido mucho más lamentable que el nuestro hubiera apostado por la Maracaná del poniente o algo por el estilo. Su apuesta y su intención tienen, sin embargo, un inconveniente. Surgen ya voces que tratan de comparar nuestra Quincena con el festival salzburgués, y claro, lo nuestro les sabe a poco. Y empiezan a pedir más brillo, un brillo que, me temo, resplandecería una vez más sobre el vacío. El presupuesto salzburgués debe de quintuplicar el donostiarra, pero no es sólo cuestión de presupuestos. La primera vez que asenté sobre mi columna el Guggy, me preguntaba dónde estaba Peggy Guggenheim, porque era un elemento fundamental que me faltaba en todo ese montaje. Pues bien, en la aún reciente Quincena donostiarra -que está básicamente bien como está- asistí a dos conciertos extraordinarios de música contemporánea. Uno de ellos protagonizado por el pianista bilbaíno Miguel Ituarte -con, entre otras, el estreno absoluto de una obra de Joseba Torre-, y el otro a cargo del grupo de música contemporánea Ostots, dirigido por el compositor donostiarra Ramón Lazcano. En el programa de este segundo concierto: Berio, Lindberg, Xenakis y Zuriñe Fernández Gerenabarrena -extraordinario su Urrunetik -. La música contemporánea vasca mostraba su inmenso empeño y su buena salud. Sin embargo, el grupo Ostots desaparece, ese era su último concierto. Y desaparece, en palabras de Ramón Lazcano al periódico Egunkaria, "no por decisión propia, sino porque se les impone esa decisión, ya que no podían continuar en las mismas condiciones que hasta ahora". El fuego sobre el que se edifican los brillos de verdad se apagan. ¿No se puede hacer algo para salvar a Ostots, único grupo vasco de música contemporánea? Si las instituciones no están por la labor, ¿por qué no se constituye en una sociedad musical que viviera de las aportaciones de sus socios y de la buena disposición de las instituciones? Odón, una mano.

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