Los recuerdos
El siglo se resiste a morir y en sus estertores descarga grandes manotazos sobre Oriente y Occidente. El hundimiento de las bolsas mundiales es uno de los espasmos con que el siglo pretende paralizar el tiempo, ahuyentar su fin, contener la evolución de las cosas. Mientras los ochenta fueron años de movidas que auguraban el germen de un espacio nuevo, los noventa se presentan compactos y recurrentes. Sobre la superficie de este decenio la historia patina y se rebobina en sí misma. El destino de este tiempo era cumplir con la ratificación del milenio, pero, como víctima de un miedo resbaladizo, cada paso hacia adelante ha sido a menudo un revival. Más que abrirse a lo desconocido, la historia de los noventa ha consistido, sobre todo, en un desfile del repertorio ya emitido. Se ha portado así este tramo como el capítulo último de muchos programas de televisión que justo en el día de su despedida ofrecen los fragmentos más famosos de su producción. Desde el regreso de los nacionalismos al miedo al sexo; desde las guerras religiosas y raciales a las modas étnicas o el gusto por lo exótico; desde la utopía de la naturaleza o la fascinación por los robots hasta el retorno de la irracionalidad y las emociones, el miedo a la ciencia, el aumento de las desigualdades sociales, la presencia de nuevas plagas y hambrunas, el arte de provocación, o los remakes en el teatro, el mobiliario, el maquillaje, el diseño de automóviles, los vestidos, las películas, la historia se copia a sí misma. Sobre el desagüe del siglo XX se ha emplazado un tapón donde las energías rebotan en forma de fanatismos, recesiones económicas y parodias de los años vividos. Como el ser que, llegado al ocaso de su existencia, hace de su vivir una reminiscencia del pretérito, el siglo XX se complace ahora en su detenida evocación de anciano, a despecho de los apremios del progreso.
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