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Madrid se acaba poco a poco

Imagino que alguien conoce las razones, que deben ser muchas, justificadas y comprensibles; yo, no. Puede que sean naturales y sólo el hecho de que tengan lugar en nuestra cercanía les da otro valor y distinta estimación. Las viejas calles comerciales de nuestra ciudad están perdiendo su fisonomía, sin que se vislumbre de qué manera pueda ser sustituida.Dos vías populosas se van desertizando, gota a gota, desde hace tiempo. Las de Hortaleza y Fuencarral, que partían de la Puerta del Sol y las obras de la Gran Vía supongo que acortaron en sus comienzos, eran el cogollo de la urbe, como las que, en otras direcciones, nacen en el mismo punto cero.

Paso por ellas varias veces a la semana, generalmente en el autobús que las recorre, ya no está uno para muchas caminatas, y menos con este calor.

Observo que, con el rápido paso del tiempo, aparecen más tiendas clausuradas. Fueron droguerías, bares, pequeñas mercerías, despachos de filatelia, joyerías y bisuterías de portal, peleterías, bodegas, confecciones de señora, bazares, comercios de artículos para pintores de paleta y caballete, hasta la antigua y reputada farmacia de Lancha (de recuerdo para los viejos periodistas, pues surtía en exclusiva a los miembros de la Asociación de la Prensa de Madrid).

La mayor parte de los nombres registrados han desaparecido y sobre los cierres metálicos se van superponiendo los carteles publicitarios, que, a mi entender, contribuyen poco a la estética urbana.

Una muerte lenta, implacable, porque esos locales rara vez resucitan bajo otra apariencia. Los he contado, desde el asiento del autobús, cambiando de lugar en cada trayecto. Salvo confusión, que nada me sorprendería, el cómputo es elevado y parejo: 44 en la calle de Hortaleza y 41 en la de Fuencarral, 85 negocios mercantiles en el saldo negativo. Mucho me temo que la cuenta vaya incrementándose con el tiempo.

Levantando la mirada se constata que existen muchas pensiones, hostales, casas de dormir, algunas quizá renovadas, muchas sin ascensor y, presuntamente, la mayoría sobreviviendo con huéspedes de escasa pujanza financiera.

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Produce cierta melancolía imaginar la dura e inútil lucha de quienes rigieron esas labores, levantaron o heredaron unas paredes, un crédito, una parroquia, un modo de vida honrado con aspiraciones a formar parte de la mesocracia de la capital.

Las nuevas modas y solicitudes, el abandono -¡hace cuánto, ay!- del dos por ciento de pronto pago, el crédito con los proveedores, sustituido por los inclementes plazos bancarios, los impuestos crecientes, la ilusión porque los hijos se promocionen hacia las esferas superiores.

Ésa puede ser la herida más profunda, en el caso, tan repetido, de albergar a un licenciado en paro, por defecto de condiciones o haber escogido un camino erróneo.

Es una de mis recurrentes reflexiones, la ausencia de continuidad en las tareas consideradas de poco relieve social, la falta de orgullo dinástico, que no es menor que el aristocrático, aunque éste requiera poco ahínco para mantenerlo. Naturalmente, aquí entran todas las excepciones, incluso se acepta que sean muchísimas. Hay quien atribuye esta decadencia del pequeño comercio a la competencia de las grandes superficies, al cambio inducido de hábitos en el consumidor, lo que es bien posible.

No hay competencia posible con las dos trincheras que levantan los almacenes, tan es así que nos hemos quedado, prácticamente, con uno solo.

Las compras al por mayor y las facilidades financieras producen el curioso resultado -trasladable a cualquier faceta de la vida común- de que las cosas sean más baratas para los ricos que para los demás.

Y, con ello, como digo, la aceptada costumbre de que es mejor, más cómodo y económico realizar las compras en un solo lugar -y con aire acondicionado en verano, imposible de olvidar- que dispersarse en sitios donde la atención no puede ser tan inmediata, y la variedad, difícil o imposible de batir.

Lo que sucede en estas calles se repite en las zonas que constituyeron el tuétano de la vida mercante en este pueblo.

No es una resultancia unilateral, sino el efecto imparable de una forma de vivir, tan tozuda e inexorable como el movimiento de los astros o la general ausencia de calidad en la programación televisiva veraniega.

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