Ninguna eternidad como la mía
de Ángeles MastrettaAgosto llegó como el agua, inolvidable y diáfano. Los volcanes tuvieron nieve a diario. Y a Isabel le parecieron más elocuentes que nunca. Una tarde subió con Corzas a la azotea de su casa para mirarlos como si le urgiera preguntarles algo antes de que la luz desvaneciéndose ciñera su estampa hasta desaparecerlos.-Cómo te quiero Corzas. Me doy miedo -dijo Isabel deteniéndose en él para tomarse un pie con la mano y levantarlo junto con la pierna toda a la altura de su cabeza. Luego giró sobre el otro pie hasta tenerlo enfrente y lo besó sin bajar la pierna ni temblar-. ¿Me haces el amor? -preguntó. -Estoy a tus órdenes, niña -dijo Corzas. Bajaron corriendo al cuarto de Corzas, que era el cuarto de todos sus anocheceres, a dar guerra, leer poesía y murmurarse juramentos indescifrables. Cuatro horas después, salieron a buscarse una cena con vino como dos camaradas agotados.
Resumen de lo publicado: Isabel Arango deja su pueblo a los 17 años y va a estudiar danza con madame Giron a la capital mexicana, donde se aloja en casa de Prudencia Migoya
Tres años después, conoce al poeta Javier Corzas, con quien vive un amor apasionado. Doña Prudencia le aconseja: en esto del amor hay que usar la cabeza tanto como la entrepierna. Isabel lleva a Javier a conocer a su familia a la costa atlántica. Cerca del mar, psan días de ardiente felicidad. Hasta que vuelven a ciudad de México.
-Sabia virtud de conocer el tiempo -sentenció Corzas de repente. Habían terminado de cenar y bebían una última copa.
-¿Quién dice eso? -preguntó Isabel.
-Un amigo mío que fue capaz de hacer un soneto con la palabra tiempo.
-¿Qué más dice?
-A tiempo amar y desatarse a
tiempo/
como dice el refrán dar tiempo al
tiempo/ que de amor y dolor alivia el tiempo.
-Ya no sigas, no me gusta tu tono -le pidió Isabel.
-Me voy a ir borrachita -soltó Corzas.
-A dónde que más valgas y cuándo regresas -dijo Isabel jugueteando.
-A España. Me ofrecen un trabajo y la mejor comida del mundo. Calles que son como zarzuelas, toreros como milagros y mujeres que bailan como diosas. ¿Qué más puedo pedir?
Isabel lo escuchó como quien oye una tormenta. ¿Quién era ese hombre? ¿De dónde se sacaba esa crueldad de fuego? ¿En dónde estaba el otro, el de hacía una hora, el de la cama con locuras de apenas un rato antes?
-¿Y yo? -pudo decir-. ¿Me quieres explicar yo qué, de mí qué?
-Tú aquí te quedas a seguir bailando. Y luego te vas de viaje.
-Yo ni madres que me quedo aquí. Yo voy a donde tú vayas. Yo no quiero ser bailarina, ni diosa, ni viajar a ninguna parte. Yo quiero ser sólo tu mujer o tu sombra. -No digas más borrachita. Te oyes fatal. Tú eres una bailarina, una mujer que se basta a sí misma y una diosa aunque no quieras serlo. Pero yo no soy de amores largos, ni de quedarme quieto, ni menos de llevarte por el mundo como si fueras mi rabo. Mejor me voy ahora que nos queremos tanto, me voy antes de que le lleguen los vicios a esto que nos ha salido tan bien. Ya nos tenemos demasiada confianza, me voy a ir antes de que nos entren la terquedad o el odio.
Isabel se soltó a llorar con las lágrimas que tenía guardadas para días que no había imaginado. No le cabía en la cabeza, pero menos en la entraña que Javier Corzas inventara irse de su vera. Que de la misma boca, con la misma lengua que apenas le jugaba como un pez entre los dientes, le estuviera diciendo tantísima crueldad como quien dice un Padre Nuestro.
-¿Estás jugando ¿verdad? -le preguntó.
-No, Isabel. Me estoy yendo. Ven, te acompaño a tu casa -dijo él levantándose.
Isabel se quedó quieta un instante, mirándolo como si quisiera guardárselo. Luego se levantó en silencio y en silencio caminó hasta su casa.
-Hoy no entro -dijo Corzas cuando ella abrió la puerta. Y eso fue lo último que de él guardaron los oídos de ella. Prudencia Migoya la vio entrar desbaratándose en llanto y fingió la misma tranquilidad que si la hubiera visto entrar cantando.
-¿Por qué llora mi ángel? -dijo a sabiendas de que esa mujer no lloraría así más que por el hombre que no había entrado tras ella como todas las noches.
-Se quiere ir -dijo Isabel.
-¿A dónde que más lo quieran?
Apenas anoche te adoraba.
-Dice que a un trabajo en España.
-Por favor, ¿quién le va a dar trabajo en España a un telegrafista revuelto con poeta? De eso en España abunda.
-Pruden ¿qué hice yo mal? ¿Qué le hace falta?
-Le sobras tú, niña -dijo Prudencia Migoya jalándola de una mano para sentarla junto a ella.-Cuando los hombres inventan irse de repente, cuando pasan sin aviso de la adoración al desapego, es cuando ven a su mujer más crecida de lo que soportan. A Corzas le pesa lo buena que eres en tu oficio, le sobra tu avidez, tu certidumbre de que no hay imposibles, tu terquedad y hasta su certeza de que podrías vivir sin él.
-Mentira, no puedo vivir sin él -dijo la niña Arango.
-Claro que puedes. Y a eso le tiene pavor este hombre, al día en que te canses y lo dejes. Prefiere irse él primero que quedarse a esperar cuándo te vas.
-¿Cómo sabes eso? Yo no me quiero ir a ningún lado -dijo Isabel recuperando las palabras.
-Una parte de ti no se quiere ir, la otra está yéndose hace rato. No bailas todo el día para quedarte a surcir los calcetines de Corzas. Ven a la cama. Mañana tienes clases. Y no te preocupes, ellos nunca se van en el primer intento.
-Hablas como si hubieras tenido más de un hombre -dijo Isabel permitiéndose una lenta sonrisa.
-Niña, yo como Rubén Darío, cuando temo estar triste bendigo mi suerte y repito sin culpa: "Plural ha sido la celeste historia de mi corazón". Anda ven a tu cama. Mañana con el sol veremos hasta siempre.
Por primera vez en tres años, al día siguiente Isabel no tuvo ganas de ir clases. No había dormido sino un rato y al despertar sintió que el hueco bajo las costillas con el que se fue a la cama había crecido durante la noche hasta volverse un abismo. Salió de su recámara en busca de las luces de Prudencia Migoya. La encontró en la cocina calentando un poco de leche.
-Bébela y corre si no quieres quedarte sin hombre y sin escuela -le ordenó extendiendo el vaso con leche. Isabel lo bebió de un tirón y miró a Prudencia como si fuera una hada madrina. Era gorda y firme, beligerante como un guerrero y cariñosa como un pastel. Usaba unos camisones llenos de encajes que hubieran parecido los de una abuelita común, si no fuera porque en lugar de blancos eran de un rojo desorbitado.
-A veces, de sólo mirarte me dan ganas de creer en Dios -le dijo Isabel dándole un beso. Luego corrió a sus clases.
Mañana, último capítulo
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