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La despedida, ¿es un dolor tan dulce?

Sí, no sería difícil entender la famosa frase de Julieta en la eterna escena del balcón donde pronto va a separarse de Romeo. Es comprensible que para ella la despedida sea un dolor tan dulce que "estaría (confiesa) diciendo buenas noches hasta el amanecer" ("parting is such sweet sorrow, that I sall said good night till it be morrow"). Es un dolor: se trata de una separación; es dulce: lleva en sí la esperanza, la urgente necesidad del reencuentro. Por lo demás, no deja de resultar prodigioso sufrir porque alguien se marche. Todo el que ha estado apasionado alguna vez conoce lo que Julieta quiso decir. Sabe de esa complicada mezcla de sufrimiento y gozo. Al parecer (y por fortuna), lo que llamamos amor suele pasar por entre angustias y paradojas semejantes.Por supuesto, no siempre estamos enamorados al modo admirable de Julieta. No siempre (casi nunca, nunca) se nos brinda la posibilidad de vivir inmersos en la tragedia (si no caemos en la irrisión, accedemos a ese sucedáneo, el melodrama); la vida, a veces con colores desvaídos, a veces tan obstinadamente rutinaria y falta de grandeza, nos enseña que no es común entre nosotros que el adiós resulte esa endemoniada y divina mezcla de dolor y de dulzura.

Hay algo patético en las despedidas. Insisto: no en las espléndidas de la imaginación, de la literatura, sino en las burdas e injustas separaciones que depara cada día. Las despedidas que tienen el rango del bolero, del café con leche, del almuerzo escaso y solitario, de la tarde de domingo. Las despedidas que tienen el rango del tedio. Las que no enardecen por la posibilidad del reencuentro, que no estimulan el deseo, sino las otras: las separaciones que empobrecen la vida, las que dejan al hombre clavado en el sillón, cansado el brazo de decir adiós. Sé que hablo a título demasiado personal: resulta inevitable, no hay modo de escapar a lo que uno es (o que uno cree ser).

A quienes no sean cubanos quizá les cueste alcanzar a comprender muy bien lo que digo. Para intentar explicarlo, escribiría: "He pasado la vida despidiendo". No se me escapa que quien más, quien menos, todos conocen el alcance de una despedida. Todos se han visto en el trance de despedir a alguien que desean a su lado, y no requiero para mí (para nosotros) semejante privilegio. No se trata de eso. Se trata, repito, de cuando la despedida se convierte en acto de tantas horas y de tantos días.

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Recuerdo: la primera vez que fui al aeropuerto a despedir a alguien, yo era un niño. Aquel a quien despedíamos también lo era. La madre, una negra fascinante amiga de mi familia, siempre alegre, siempre dichosa, había decidido enviarlo a estudiar a una escuela de curas de Baltimore. No porque la escuela fuera buena, no porque le interesara que su hijo se educara con los curas de Baltimore, sino porque "tenía miedo del comunismo". Recuerdo, de modo vívido, el llanto, la atmósfera de duelo de aquella mañana de separación.

Eso fue al principio, cuando yo era niño y aún el despedirse constituía un hecho desgarrador.

Luego, a lo largo de los años, he visto a muchos cubanos llorando en el aeropuerto de La Habana. (En ningún otro aeropuerto del mundo he visto escenas semejantes.) He visto a las familias despedirse, a las familias despidiendo a los balseros en el litoral habanero. A ellos los he visto zarpar en las balsas precarias, y alejarse inseguros, seguros, sin mirar atrás. He tenido que decir adiós a los amigos que han decidido rehacer sus vidas en Miami, en Buenos Aires, en Madrid, en Berlín, en Barcelona, en Quito, en Ciudad de México... Cualquier cubano se ha acostumbrado al "hastío reseco ya de crueles anhelos" que "aún sueña en el último adiós de los pañuelos".

En los primeros tiempos, mis amigos y yo cruzábamos cartas vehementes; después, la falta de vivencias compartidas, la incomunicación del tiempo y el espacio, han establecido cada vez más las distancias de esas cartas, hasta que ya no sabemos qué decirnos.

He intentado relaciones que de antemano conozco condenadas al adiós.

Quiero decir, la vida se arruina. Como desaparecen recuerdos y noches compartidos, como se olvida una cara o el metal de una voz, como se desvanecen sueños y proyectos, se pierde la historia de la propia vida. Se comienza a carecer de biografía,los días se van en rehacer amigos que deberán ser despedidos luego; a veces, en momentos de lucidez, se tiene la impresión de que se vive en tierra de tránsito, de que nada es permanente y fijo. Hay días de clarividencia en que resulta demasiado absoluta la sensación de transitoriedad de todas las cosas. Sí, es cierto, las cosas son transitorias, pero también es necesaria o útil o hermosa la ficción de que todo es firme, seguro, inmutable.

Es importante recalcarlo: en Cuba se habla siempre en pasado de los que se marchan, como si hubieran muerto. Tal parece como si el horizonte los borrara. Se les evoca como a difuntos; semejantes a reliquias, sus objetos se guardan. A los amigos que se han marchado, en Miami o Barcelona, también los he oído hablar de aquellos que vivimos en la isla, con esa nostalgia entre divertida y pesarosa con que se habla de los muertos. En cierta forma, es ineludible que así sea. Aunque resulte tremendista, se puede llegar a una conclusión: cuando alguien que

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queremos (o sea, que necesitamos) se va de nuestro lado, sin la intención o la probabilidad de volver, se comienza a morir un poco; se puede arribar también a otra conclusión: en la misma medida en que se incrementa la diáspora de cubanos por el mundo, y se hace más variada la que Gastón Baquero llamó "geografía múltiple de la isla", la verdadera isla se reduce, pierde paisaje o espíritu, desaparece.

Pero lo más grave, insisto, es que uno se va adaptando a las despedidas, que no ve en ellas un hecho sorprendente, inusual, de excepción. Lo más peligroso es que, a fuerza de repetido, el acto de decir adiós, de ver que alguien se marcha "para siempre", se transforma en hábito terrible, y hasta en hastío. Lo más alarmante es el adaptarse a la soledad, y escuchar a un amigo decir que se va como si dijera que llueve o hace calor, no tener la lucidez de percatarse de cuánto se marcha con él, de que con él algo irrecuperable se aleja. Porque ese hermano, amante o amigo no sólo se ausenta, sino algo mucho peor: se ausenta sin la voluntad (o la posibilidad) del regreso.

Así, por ese extraño camino, se llega a comprender muy bien el verso célebre de Borges: "Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas". Se suceden desapariciones, alejamientos, adioses (sin la gracia de una sonata de Beethoven o de una sinfonía de Haydn), hasta el día forzoso en que es preciso detenerse, mirar alrededor y descubrir sin asombro cómo poco a poco todo se ha convertido en un páramo.

Abilio Estévez es escritor cubano.

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