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El que no traicionó

Azcárate es un apellido ilustre de la gran izquierda española. Apellido de ministros, de embajadores, de profesores y teóricos: el pensamiento libre, la idea de república, se transmite en un amplio grupo de lo que llamaríamos aristocracia republicana de generación en generación: una aristocracia paralela donde el hipotético valor de la sangre se trasmuta en el valor impalpable pero leal de la inteligencia.Manolo Azcárate, el nuestro, se crió en embajadas, en Sociedad de Naciones de Ginebra, donde alguno de sus mayores defendió la legalidad de España asaltada por el fascismo: pero su misión en la vida fue la del héroe civil invisible. O que tuvo él mismo que hacerse invisible para pasar con su misión y su trabajo por entre los enemigos y los represores. Fue, por ejemplo, peatón de París: cuando los alemanes ocupaban la ciudad, y las milicias colaboracionistas francesas de boina negra fisgaban, apresaban y torturaban, Manolo Azcárate iba por las casas convenidas llevando la consigna, el aviso, la llamada a los otros clandestinos a la resistencia francesa y a la española que a veces eran la misma. Iba andando y andando para desorientar a posibles perseguidores: volviendo atrás, reemprendiendo, girando de pronto. Era la resistencia que entonces dirigía y empedraba el partido comunista: como otros hijos de los grandes republicanos del siglo anterior y de los primeros años de este, eligió el partido comunista porque le parecía el núcleo real de la cuestión política y social. Y porque, como muchos, el estudio y la experiencia le habían enseñado a Marx, y un fondo de la lucha de clases, y una radicalización del combate contra la injusticia. La guerra civil española le metió ya en ella de cara y con fuerza: y el exilio de Francia.

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Como a tantos otros, el exilio soviético, en cambio, le desalentó. Mantuvo firme a algunos de sus compañeros. El desaliento de Manolo era, sin embargo, especial: creía por dentro que el comunismo soviético era un fracaso, pero sólo porque era ruso, porque no se había adaptado a la realidad de Marx y Engels; la parecía posible un comunismo europeo, culto, abierto. Era el que trataba de ejercer en el comité central como responsable de política exterior. Difícil política para el partido comunista español en el exilio, cuando los comunismos se derrumbaban en el mundo. Su apuesta aumentó de valor cuando Togliatti en su famoso testamento abrió las puertas a lo que se llamaría eurocomunismo.

Algún historiador podrá ver en él el principio de la caída del marxismo: algunos como Manuel lo vieron sincera y claramente y otros dirigentes del partido como pillería, como una de esas clásicas maniobras de "mano tendida", o de alianzas oportunistas, para esperar mejor momento. Ninguno de ellos acertó. Ni Azcárate. Un sentido de la lealtad le mantuvo más tiempo que a otros dentro del partido: esa especie de respeto a sí mismo y a su pasado. Hasta que prefirió abandonar. Lo hizo discretamente. Para él salir del partido comunista y de las razones que podía dar él mismo a su obediencia fue como abrir ventanas y descubrir otra luz. No diré yo que esa otra luz fuese la real, ni que el camino de las democracias sea el ideal o vaya a ser más de lo que puede ser. Pero Manolo recuperó la idea familiar antigua y la sabiduría de su vida durante todo este siglo: pero nunca traicionó. Nunca: en su vida.

Muchas veces se ha traducido su entereza y su conocimiento en artículos para este periódico: estudiados, vivos, creyentes. La mayor parte de las veces, en textos anónimos y en consejos oportunos. Su voz apagada, su mirada un poco opaca cuando ya la vejez se le vino encima -y le permitió ejercer su ultima resistencia- no faltaron mientras pudieron.

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