La razón a capotazos
Un amigo me sugirió ir juntos a los toros. Daba por hecho que yo era aficionado. Y me lo aclaró, cuando confesé mi falta de entusiasmo, con el comentario. "¡¿Pero cómo?! ¡Un poeta!". En cambio, yo, que conozco su especial afición por la poesía, no adivinaba su admiración por el arte de Cúchares, de aquel Francisco (Curro) Arjona, del que supongo especial excelsitud en sus pases para que el arte con su apodo fuera sinónimo del toreo desde el siglo pasado. Me lo decía tras confesarme que le hubiera gustado estar en la inauguración de la nueva plaza de san Sebastián. Total, que hablamos de poesía y de toros. Le confesé, que pese a mi total desconocimiento sobre ese mundo, me sorprendió un reportaje de un joven torero llamado José Tomás. Aduje, para que no me creyera próximo al entusiasmo, que suponía que en un reportaje, como en el de cualquier futbolista, sólo concentrarían lo más espectacular. Y recordé uno dedicado a Manolo Sarabia, cuando creí entender por qué de vez en cuando llaman a un futbollista "torero", a pesar de no haber pisado ni plazas de toros ni estadios más que para ir a conciertos (de rock). Es este un asunto nada meritorio, y poco excelso por mi parte, del que nunca me han pedido cuentas, ni echado en cara, mis hermanos del Club Saguzar. Y es que la fratria tiene ese rescoldo incandescente del sentimiento, que es a la vez arcano y poderoso. En cualquier caso convinimos que la poesía en torno al mundo del toro de lidia era innegablemente sensacional. Que aportaba a las letras un saldo de figuras literarias de una belleza y emoción vibrantes. E inevitablemente salió de la figura de Lorca y su elegía a Ignacio Sánchez Mejías. Lo que me permitió sugerirle un poema de otro granadino, Manuel Benitez Carrasco, Toro en el Ruedo, donde los tres banderilleros son dibujados como "puntos cardinales de una geografía de sol y sangre (...). Y el toro en el Sur, unas media luna sobre su testuz (...)", y que un amigo, poeta, me informó que Gabriela Ortega, pariente de El Gallo y de Joselito, lo recitaba espléndidamente. Al día siguiente leí un artículo firmado por un "Observador Europeo". Oficio o afición que no sé si consiste en ser un señor que mira analíticamente a Europa, echando un ojo a la generalidad de sus asuntos o es un ciudadano europeo que se dedica a mirar, oteando, con gesto de indio de película. El caso es que nunca había leído un artículo tan afanosamente exagerado contra algo. En comparación, Auschwitz resultaba un parque de atracciones. Los calificativos eran de un tremendismo tan poco convincente que incluso a un no aficionado, como yo, le resultaban un disparate. Pero lo que hace sospechosa la honestidad de la crítica es cuando se aduce la españolidad del tema. Vamos, que casi todo el montaje de protesta antitaurina (que me perdone Manuel Vicent y otros) por estos lares, se efectúa por su carácter español, no por la sensibilidad hacia la muerte de un animal que termina también en la cazuela. Por cierto, no sé que pensarán de la muerte del pez, del descarnado arranque del anzuelo y otras artes. Pero antes de la hipocresía tan groseramente evidenciada por los de la borroka, en San Sebastián, en Bilbao, hace años, surgieron unos antitaurinos que se manifestaban por causas ajenas al asunto de la lidia. Con impostura rayana en el esperpento, decían no estar al margen de la sociedad en que vivían y unían su lucha a la antirrepresiva. ¡Olé! Así, junto al repudio a la banderilla, la pica y otras suertes, y sensibilizados contra el estoque y la puntilla, se juntaban a los apologistas del tiro. Tal vez sea una cuestión de dentera fisiológica, no ideológica. A lo mejor el acero les hace chirriar los dientes, mientras que la bala y la bomba le deja tan frescos. Torean la lógica maravillosamente. Si el generar estupor se premiara, para ellos las dos orejas y el rabo.
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