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Moneda única y economía social

La Unión Económica y Monetaria, si resulta bien, ofrecerá a los europeos la posibilidad de fortalecer su modelo de economía social de mercado en un Estado de bienestar. La Unión Monetaria les ofrecerá no sólo una moneda alternativa al dólar, sino también la posibilidad de consolidar un modelo de sociedad alternativo al americano. La construcción del Estado de bienestar en Europa y, en su medida, en Canadá y Estados Unidos fue posible porque las economías de los países eran, después de la Segunda Guerra Mundial, bastante cerradas en sí mismas. Los Gobiernos tuvieron la posibilidad -y la motivación que luego mencionaremos- de manejar con bastante autonomía sus políticas monetaria y fiscal para organizar la economía nacional de forma que se lograra el pleno empleo, a la vez que se procedía a una liberalización gradual de las transacciones internacionales.

Por otro lado, los países contaron con un impulso político extraordinario hacia una mayor igualdad entre las clases sociales, fruto tanto de los esfuerzos y sufrimientos comunes de la guerra como del miedo a que se produjera una revolución social. Todas las clases sociales llegaron a un consenso o pacto social para llevar a cabo medidas redistributivas de largo alcance. Así fue posible comenzar la construcción del Estado de bienestar en la década de los cuarenta, que luego se fue consolidando en la década de los cincuenta con el crecimiento económico de los países europeos ex beligerantes.

Podemos hablar de la relativa autonomía de la política económica de los Estados como de una condición de posibilidad del establecimiento y mantenimiento del Estado de bienestar. De hecho, se ha dado una correlación histórica entre ambas cosas.

Sin embargo, esta correlación se fue rompiendo poco a poco como consecuencia de la internacionalización de la economía. Al liberalizar los movimientos de capital, abrir las fronteras al libre comercio de bienes y servicios y aumentar la lucha entre las empresas para situarse en los mercados globales, se ha estrechado el margen de maniobra de las autoridades monetarias y la eficacia de los instrumentos fiscales a disposición de los Gobiernos. Las acciones de éstos pueden ser neutralizadas por el comportamiento de los mercados de capitales, que en ocasiones pueden dictar -implícitamente al menos- a los gobernantes lo que tienen que hacer para satisfacer a los inversores internacionales.

Se ha convertido en un dogma económico de los nuevos tiempos que la necesidad de competir internacionalmente está obligando a los Gobiernos a proceder al desmantelamiento ordenado y sistemático del Estado de bienestar. Se podrá discutir si esto es así o no. Pero, en todo caso, esa supuesta necesidad y la lógica económica que la sustenta no se aplican a un área económica grande y prácticamente cerrada en sí misma, como será en virtud de la UME la Unión Europea a partir del próximo año. Lo que puede no ser posible para un país pequeño, como España (con 39 millones de habitantes y un PIB de 417.000 millones de euros), o mediano, como Alemania (con 82 millones de habitantes y dos billones de euros de PIB), puede serlo perfectamente para una Unión Europea con 300 millones de habitantes y un PIB conjunto de unos ocho billones de euros.

Una vez que estemos usando el euro, todas las transacciones comerciales y financieras entre los miembros de la Unión serán transacciones internas. De manera que las transacciones con el exterior -el resto del mundo- serán una parte pequeña del total de ellas. Por ejemplo, el comercio de mercancías con los no miembros sólo representará entre un 10% y un 12% del total. La Unión dispondrá de unos 500.000 millones de dólares en reservas conjuntas, la mayor parte de las cuales no se necesitarán (porque saldaremos nuestras cuentas mutuas en euros). El valor de los activos de capital de la Unión -sobre todo cuando entre en ella el Reino Unido- bien pudiera llegar a ser la cuarta parte de toda la riqueza del mundo.

Fácil es de ver que, con los recursos financieros de que dispone esta zona monetaria, está blindada contra la especulación cambiaria, las salidas bruscas de capitales y los desequilibrios comerciales. No porque no puedan darse, sino porque, aunque se den y sean grandes por los estándares que aplicamos a países individuales, no la afectarán más que en una medida pequeña, como hoy afectan a la economía americana las caídas del dólar, las bajadas de Wall Street y su enorme déficit comercial; es decir, poco.

Esto otorga a los países miembros de la UME un enorme margen de maniobra a su política monetaria común y a sus políticas fiscales, armonizadas, para llevar a cabo, como cada país hizo individualmente después de la guerra, una política social común o casi común, reconstruir una economía social de mercado, fortalecer el Estado de bienestar y facilitar la convergencia de aquellos miembros que, como España, todavía están retrasados en el nivel de prestaciones sociales.

Dada la posibilidad, sólo hará falta el impulso político para restablecer los ideales europeos de igualdad, redistribución, pleno empleo y seguridad social. Pero ¿de dónde vendrá ese impulso? Porque hay agentes económicos dentro de la Unión que tienen intereses particulares en reducir las prestaciones sociales y desmontar el Estado de bienestar. El consenso para redistribuir no es tan grande y total como fue después de la guerra, cuando existía la alternativa revolucionaria y el comunismo. Estos intereses antisociales tienen que ser neutralizados, sus mensajes descifrados y refutados, porque propagan una falsa imposibilidad de mantener la tradición socioeconómica europea. El impulso, obviamente, debe venir de la ciudadanía harta del desempleo, la desigualdad en la distribución, la corrupción y la gestión a favor de los más poderosos, un impulso renovador que puede articularse políticamente a través de partidos que sepan aprovechar las oportunidades que nos ofrece la relativa autonomía de las políticas económicas de la Unión Monetaria.

Luis de Sebastián es catedrático de Economía en ESADE, Universitat Ramon Llull, Barcelona.

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