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Tribuna:LA SENTENCIA DEL 'CASO MAREY'
Tribuna
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No se debiera olvidar el sentido mismo de las palabras. Acatar una sentencia no quiere decir doblar la cerviz ante ella ni tampoco tomarla con ese componente de inevitabilidad con que se ven suceder las estaciones del año. Acatar, dice el diccionario, es aceptar "con sumisión y respeto". Ambos debieran ser antepuestos a cualquier consideración ulterior. Claro está que cualquiera hubiera deseado que el primer instructor de esta causa no hubiera sido quien lo fue. Claro está que no debiera haber tenido lugar ese contacto indirecto de un vicepresidente del Gobierno con un asesino confeso y condenado. Claro está que hubiera sido excelente librarse de la penosa agonía de tantos años. Pero, a fin de cuentas, lo mejor en el juicio del caso Marey es que se haya celebrado, porque testimonia la buena salud de las instituciones. El Estado de Derecho ha funcionado y la Justicia -no tales o cuáles magistrados- ha cumplido su misión. España es una democracia en que los funcionarios -sean jueces o inspectores de Hacienda- cumplen sus obligaciones aunque los partidos lo pongan en duda cuando no conviene a sus deseos.Más allá de cualquier duda razonable, los hechos debieron ocurrir tal como los describe la sentencia, que, de este modo, permite reconstruir una faceta del pasado histórico. Quienes llevaron la política antiterrorista en el comienzo de la etapa socialista, personas limitadas y de muy escasos escrúpulos, cometieron no sólo errores -tolerar unos años los GAL ha reproducido de alguna manera en el País Vasco una situación semejante al tardofranquismo-, sino delitos. La ausencia de la calificación de banda armada hace pensar en la verosimilitud de que la incitación procediera de abajo aunque la ayuda necesaria viniera de arriba. Sentado lo que antecede, una ocasión tan grave como la actual requiere equilibrio, capacidad de ponerse en la piel del adversario político y reafirmación de deseo de convivencia democrática. Intentemos avanzar por este camino.

La sentencia de ninguna manera puede servir para emitir un juicio global sobre la etapa de Gobierno socialista. Sin duda, contribuye a formarlo, pero sólo en un aspecto concreto, la política de orden público. En el momento en que los socialistas ejercían el poder con cuatro bendiciones sucesivas del electorado, había motivos para recordarles las deficiencias de su gestión. Para el autor de estas líneas, no cabe la menor duda de que su hegemonía parlamentaria contribuyó a configurar una democracia de baja calidad, tardaron en exceso en llegar a la normalización exterior, con errores de bulto como el referéndum de la OTAN, y, en general, se atribuyeron una función modernizadora que sólo quien padezca de un exceso de autosatisfacción puede percibir de forma tan patente como ellos la han proclamado. Pero no cabe la menor duda de que esos catorce años transcurridos han tenido muchos aspectos positivos que debemos valorar también los que en ese tiempo no nos alineamos con aquel Gobierno. El PSOE ha contribuido de manera decisiva e irreversible a la consolidación de la libertad, a la creación de un Estado de Bienestar, a la normalización y homologación exterior, a una importante ampliación de los presupuestos públicos en materias educativas y culturales o al desarrollo del Estado de las Autonomías. Cualquier persona ponderada lo sabe: no tiene sentido convertir ese periodo en los "mal llamados años" liberales, como hizo en su día FernandoVII con sus adversarios.

Algo parecido cabe decir de Felipe González. Reducirle a la condición de "presidente de los GAL" es tan grosera mutilación del pasado histórico que descalifica a quien trate de llevarla a cabo, sobre todo cuando se hace con un género de argumentos cambiantes según las circunstancias. La responsabilidad política se practica por uno mismo, en el ejercicio del poder y de forma inmediata. Willy Brandt dimitió porque un secretario suyo era espía, y lord Carrington, porque no previó la invasión argentina de las Malvinas. El momento en que González debió ejercer su responsabilidad política, caso de querer hacerlo, fue en el pasado. Erró remitiendo la cuestión al momento de la sanción penal, pero ahora yerran de nuevo quienes pretenden que la ejerza retrospectivamente. Lo hacen porque quieren verle pasar de testigo a condenado sin que la sentencia permita justificarlo. Lo que cabe emitir sobre la actitud de González en esta materia es ya, tan sólo, un juicio de carácter histórico. Deberá tener en cuenta la existencia de un GAL previo a su llegada al poder, su responsabilidad en el control de la obra de gobierno y su reacción a partir de la denuncia, pero también su condición de líder de imposible sustitución en el seno de su partido. Ni siquiera esto nos permitiría emitir un juicio total sobre su persona. El mejor González sigue siendo el de 1979, el capaz de abandonar la dirección de su partido porque éste quería marcar un rumbo en el que estaba en desacuerdo. Así como Suárez fue, al menos durante un año, todo un prodigio de brillantez en el periodo de la transición, González ha sido, probablemente, el primer líder de la democracia española ya estabilizada. Y eso debemos admitirlo quienes hemos desaprovechado casi todas las oportunidades de votarle por respeto a quienes lo hicieron y a nuestra capacidad de juzgar de modo imparcial el pasado. Se suele decir que una democracia es un régimen en donde, si suena el timbre de la puerta a horas intempestivas, sólo puede ser el lechero. Eso es verdad, pero vale para la comparación con las dictaduras. Más oportuno sería recordar que en las democracias lo inconcebible es que los antagonistas políticos deseen que el adversario acabe en la cárcel. En un clima como ése, sencillamente la convivencia se hace imposible y los perjudicados son los ciudadanos para quienes la política, lejos de resolver los problemas, se convierte en un adicional motivo de grave preocupación. La reacción de los partidos sobre la sentencia durante unos instantes ha bordeado esa proclividad hacia lo peor a la que nos tienen acostumbrados hasta enderezarse, casi por sorpresa, de un modo aceptable pero del que cabe preguntarse si será definitivo. Después de leer lo dicho por un tonto campanudo apellidado Aguirre, se podía esperar del PP una reacción a lo Rodríguez, pero, por fortuna, el "efecto Piqué" ha funcionado con oportunidad y rapidez. El término magnanimidad es desgraciado aplicado a este caso -porque parece remitirse a una especie de graciosa concesión-, pero la declaración genérica de aprecio y respeto por la postura de cualquier presidente de Gobierno precedente merece una neta alabanza. En el PSOE hemos padecido no sólo el previsible intento de enroscamiento de los condenados al árbol centenario del partido, sino también el ejercicio, por los más limitados, de un patriotismo de secta, tanto más grave cuanto no ofrece una explicación alternativa y en nada puede favorecer al partido a medio plazo. Pero, aun paralizado por la incredulidad, el PSOE ha hecho una positiva declaración de principios y, por lo menos, ha testimoniado deseo de volverse hacia el futuro (el propio y también el colectivo). En el fondo, al asumir González la defensa jurídica de los condenados, deriva hacia sí (y hacia el pasado) la asunción de un papel que hubiera tenido que corresponder a Almunia o Borrell. Pero tanto el PSOE como el PP van a padecer la tentación de embeberse en un género de pendencia retrospectiva que envenenará la vida pública española de forma irremediable, a no ser que la propia opinión pública lo evite.

Es ésta quien debe contribuir de manera definitiva a que pase la página de los GAL. Frente a quienes se atribuyen el exclusivo mérito de la denuncia, la realidad es que, en un proceso muy largo, ha sido la sociedad española quien ha sido capaz de superar este amargo trago. En el libro de Melchor Miralles El Estado contra ETA (páginas 417-418) se recuerda que, en un principio, quienes se declararon contra los GAL fueron tan sólo unos cuantos intelectuales (por cierto, más de la mitad escriben en este periódico). Lo que nos guiaba, como en el caso Dreyfus en Francia, no era un propósito partidista, sino romper el "muro de silencio", semejante al que Zola había encontrado entonces. Hoy, el muro se ha derrumbado, pero puede ser sustituido por una ensordecedora pendencia de partidos animada desde fuera por una hinchada amante de la gresca. La tarea del intelectual debiera ser en estos momentos, cuanto antes, antes de que pase por los tribunales otro caso semejante, invocar la responsabilidad. El PSOE debe asumirla y saber que las barricadas no sirven en absoluto para hacer política, sino sólo para certificar la inferioridad propia. Pero al PP le toca de modo especial tomar la iniciativa. Recuérdese cómo actuó la UCD en 1979 cuando el PSOE pasó por horas difíciles (o cómo lo hizo éste en 1986 durante la crisis de Coalición Popular). La minúscula victoria a corto plazo suele valer poco, casi nada. Si el PP vuelve a ganar las elecciones, será porque, en un caso como éste, se ha sabido comportar con auténtica grandeza.

Javier Tusell es historiador.

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