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Decadencia y caída

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Se traspasa el Bazar del Póster del pasaje Arcadia. Eso es, al menos, lo que pone en un cartel colgado en la cristalera del establecimiento junto al nombre y el teléfono del último propietario, un tal señor Vicente. No sé cuánto tiempo lleva el negocio fuera de servicio, así que lo más probable es que esto no sea ningún scoop. Y aunque lo fuera, ¿a quién le importaba últimamente el Bazar del Póster? Es más, ¿qué tenía que ver este digno comercio dedicado a la venta de bolígrafos, gadgets varios, llaveros y fotocopias con aquel seudotemplo de la modernidad que a mí me parecía que era cuando se fundó, a finales de los años sesenta? Me temo que nada. De hecho, yo ya sólo me acercaba a él de vez en cuando en plan magdalena de Proust. En las paredes aún quedaban algunos pósters de los viejos tiempos (aunque faltaba, lamentablemente, el del señor Spock) y uno podía recordar los tiempos en que tenía 13 o 14 años y aquello le parecía el novamás de la modernidad. Cuando recuerdas el comienzo de algo es que te estás haciendo viejo. Hoy día, todo niño y adolescente encuentra muy normal decorar las paredes de su cuarto con grandes fotos de sus ídolos, pero hace 30 años colgar pósters en la pared era un signo de individualidad tan contundente como la chaqueta de piel de serpiente de Nicolas Cage en Corazón salvaje. A nuestros padres les parecía muy mal enguarrar las paredes con enormes fotos de desconocidos y consideraban las chinchetas como lo más parecido a los primeros síntomas de la rebelión juvenil y la descomposición de la familia cristiana. Incluso los personajes elegidos para aparecer en los primeros pósters de la historia no parecían muy recomendables: Marilyn Monroe, esa pelandusca; Marlon Brando, ese gamberro con chupa de cuero; los Beatles, esos melenudos... Ahí estaban todos, colgados en las paredes del Bazar del Póster, esperando a los chavales modernos, con posibles (eran muy caros para la época) y, sobre todo, con unos padres comprensivos que no vieran en las chinchetas una manifestación oblicua del comunismo y el libertinaje. Treinta años después, convertidos Marilyn, Brando, los Beatles, Bogart y los hermanos Marx en símbolos aceptados, apreciados, respetados y, por consiguiente, desprovistos del menor interés subversivo, el Bazar del Póster cierra sus puertas y uno ya tiene otra magdalena de Proust que sumar a las que ya tenía y que, por cierto, cada día están más resecas. Me explicaré: tengo la impresión de que una cierta modernidad culta de nuestra ciudad está para el arrastre y debería seguir los pasos del extinto Bocaccio. ¿Han entrado recientemente en Áncora y Delfín? Yo aún recuerdo los tiempos en los que después de pasar por el Bazar del Póster me acercaba a esa librería de la Diagonal y seguía portándome como el niño pobre frente a la vidriera de una pastelería: estupendos y carísimos cómics editados en Francia se ofrecían a mi vista, recién llegados del entonces exótico extranjero (¡ah, aquella edición del Príncipe Valiente, de Harold Foster!). Ahora Áncora y Delfín es una librería en la que encuentras lo mismo que en todas partes. ¿Y la Librería Francesa? Fenecidas las sedes de La Rambla y de la Diagonal, sólo queda el desangelado edificio del paseo de Gràcia, del que únicamente se salva una simpática encargada que hace lo que puede para sonreírle a uno y a la decadencia de la empresa (sus ayudantes, vestidos con batas azules, quedarían mucho más propios en el Colmado Quílez). Definitivamente, una cierta Barcelona parece estar dando sus últimas boqueadas.

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