Gutman, artista absoluta
Algunos conciertos se graban en la memoria porque la interpretación de una pieza del programa sobresale con tanta potencia que eclipsa todo lo demás. Es lo que sucedió con la Sonata para violonchelo de Debussy en el concierto que Natalia Gutman ofreció en el Festival de Torroella de Montgrí. No era previsible, si se tiene presente que el estilo de la rusa es el menos apropiado para semejante composición. La Gutman no es una discípula de Rostropóvich, es su reencarnación con peluca y tacones. Al sentimentalismo y el arrebato típicos de la escuela rusa añade una exactitud infalible, dedos de acero. Frente a quienes creen que el violonchelo es el instrumento más próximo a la voz humana, la Gutman lo hace sonar como ningún ser humano podría imitarlo. Pues bien, ese arte del músculo no parece el idóneo para una composición en la que Debussy, en 1915, exasperado por no poder combatir junto a los suyos contra los alemanes, quiso poner toda la sutileza del esprit francés. Gutman transformó la nostalgia de Rameau y de los jets d""eau en una espléndida salvajada, y gracias a ello la composición exhibió lo mejor de sí misma. Así como la arquitectura neoclásica de San Petersburgo, la de Catalina la Grande, tiene una rudeza boreal muy alejada de Versalles, así también la galantería dieciochesca de Debussy apareció barbarizada en el violonchelo de Gutman. De ese modo, la obra abrió su modernidad radical, su alucinante imaginación sonora. Memorable. Comparada con la sonata de Debussy, la reducción para violonchelo de Pulcinella que con el título de Suite italiana escribieron mano a mano Piatigorski y Stravinski en 1932 parecía una porcelana del siglo XVIII. Stravinski se queja en sus memorias de que los músicos sólo ven en Pulcinella y sus múltiples reducciones un pastiche de Pergolesi. Habría disfrutado con la versión de Natalia Gutman: las piruetas de Polichinela fueron secas, fuertes, gimnásticas y agresivas. El suyo es un Polichinela proletario, más próximo a Éisenstein que a Picasso. La partitura, que a pesar de las quejas de Stravinski tiene mucho de pastiche, logró salvarse de ser, además, un bibelot.
La bella sonata Arpeggione, de Schubert, y la aparatosa sonata de Strauss completaron el programa, pero aquí el piano es pieza esencial y, dada la acústica de la iglesia de Sant Genís, lugar del concierto, fue imposible apreciarlo. Sin embargo, aún hubo otro momento de gran música. Natalia Gutman obsequió con algunos movimientos de las Suites para violonchelo solo de Bach, una de sus especialidades. El último que interpretó, la portentosa sarabande de la quinta suite, esa plegaria abstracta y terrible que es lo menos aconsejable para una sortie en beauté, nos dejó helados. Fue el momento más patético del concierto, su desoladora y soberbia conclusión. Sólo un artista absoluto, como Richter, Kagan, la Gutman y sus amigos, puede permitirse concluir el concierto con un tiro de gracia.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.