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La fragilidad GUILLEM MARTÍNEZ

Vivo en Gràcia, un barrio con dos tipos de tiendas muy recurrentes, que responden, digo yo, a dos terrores diferentes. Se trata de panaderías y tiendas de ropa interior femenina de colorines extrañísimos. Siempre me pregunté quién se podría poner esos colores. Un día se me mudó delante una vecina de 70 años. Cuando tendió su ropa lo comprendí y comprendí un poco su terror. Donde vivo -una plaza- hay palomas. También hay de esos loros verdes tan frecuentes en Barcelona. Anécdota: una vez, en una taciturna noche, mientras meditaba débil y fatigado sobre un curioso y extraño volumen de sabiduría antigua, se me coló un loro de ésos, trepó sobre la puerta de mi habitación y me dijo "nevermor, nevermor, brrrrrrr". En la plaza hay non stop un grupo de parados desde la posadolescencia. Cada vez que los veo me parece ver un grupo de parados en Berlín años veinte. De hecho, poco a poco, les ha dado por irse rapando al cero y fulminar con la mirada a los transeúntes. En los bancos de la plaza, de noche, siempre hay una pareja de homeless sentimentales dándose besos y hablando flojito. Hay una tradición jasídica que defiende que el mundo sigue en pie porque hay en él 32 hombres justos. Posiblemente en verdad sigue en pie porque de noche, en 32 plazas planetarias, hay 64 tipos besándose y hablando flojito del futuro. De día, en los bancos se sienta la gente y habla. Si te sientas en un banco, puedes escuchar de lo que hablan. Está tarde he escuchado que una señora le decía a otra: "He dejado las pastillas para el miedo y ahora sólo tomo las de los nervios"; un señor que le decía a otro: "Lo que pasa es que te tienes que querer más"; y un chico que le decía a su novia: "Con esa falda que llevas se te va a ver el pistacho". La plaza está frecuentada por dos tontos. Chico y chica. No se hablan. La chica cruza la plaza por las mañanas gritando cosas fascinantes, como "si te dan una descarga de 10.000 vatios tú también serías tonto", o, glups, "el mal no ríe, el mal sonríe". En la plaza hay varios paralíticos tomando el sol a diversas horas. A algunos les toca ir a tomar el sol cuando no hay sol. Por la tarde hay un grupo de niños que juega a fútbol. Van vestidos con algo del Barça. Cuando marcan un gol se abrazan, de manera que uno entiende que la esencia del fútbol no es el gol. Es el amigo. La plaza está llena de abuelitas sentadas con las piernas abiertas -¿por qué diablos no lo hacen cuando tienen 20 años? Todas tienen un perro. Para hablar con el perro cambian la modulación de la voz, que es como las chicas hablan con su novio cuando tienen 20 años. Una niña coja atraviesa la plaza todos los días. Tiene parálisis cerebral. Siempre va acompañada de su abuela. La abuela va dos metros delante de ella y le va diciendo cosas absolutamente desagradables. En carnaval iba vestida de Pocahontas. Su abuela le gritaba que fuera más rápido, y que estaba haciendo el ridículo. La niña sonreía. De hecho, siempre la he visto sonriendo. Ayer las vi. Por primera vez avanzaban a la misma velocidad. La abuela la abrazaba por los hombros y lloraba. La niña sonreía, como siempre. Nadie sabe nada de los otros y del corazón de los otros. Bueno. Esta mañana me he levantado flamenco, me he hecho unos pulpitos a la mode de maman -sofrito, tomate, pulpitos, fumet y arreando-, y me los he pelado con un Santa Digna, Torres, Chile, el primer vino de 1998. Los pulpitos nativos son de película, pero van a 20.000 el kilo. Por eso en los mercados hay pulpitos de Tailandia, más baratos. De todo ello deduzco que los límites de mi vida hoy son Chile, Tailandia y esta plaza con todo tipo de personas, algunas cojas, otras tontas, otras gordas, otras que toman pastillas para los nervios aunque hayan abandonado las del miedo. Hay barrios en los que no hay cojos, ni tontos, ni gordos. ¿Dónde los esconden? Es importante que los haya porque es importante saber que somos cojos, tontos, gordos. Es decir, frágiles. Ayer, en una calle cercana, vecinos de este barrio que no esconde su fragilidad cenaron juntos para celebrar la fiesta mayor. La gente que pasaba por ahí les veía y sonreía. Cuando la gente sonríe al ver más gente es que, por unos segundos, comprende que todos somos razonablemente frágiles. Y que la vida es breve, dura y bella.

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