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Ideología, telefobia y videopoder

Enrique Gil Calvo

Sostiene el tópico que la ideología de nuestro tiempo es el pensamiento único, entendido como catecismo neoliberal. Pero cabe dudarlo, pues, al margen del puñado de expertos interesados en la estabilidad presupuestaria y el equilibrio de los mercados, nadie razona en términos neoclásicos. La gente no piensa en costes o precios (valores de cambio), sino en satisfacciones o beneficios (valores de uso). Por tanto, conviene reservar la unificación del pensamiento para designar aquello que obsesiona de verdad a la gente, que al parecer es la dichosa televisión. Ésto es lo que sostienen, al menos, conspicuos pensadores como Bourdieu y Sartori, que han publicado airados panfletos (Sobre la televisión y Homo videns, respectivamente) donde se alerta contra los nefastos efectos causados por el fatídico medio. Y si les creyéramos a pies juntillas, deberíamos deducir que la ideología de nuestro tiempo (entendiendo por tal la falsa conciencia inducida que permite recabar nuestro consentimiento al vigente orden dominante) es la cultura audiovisual. Sus argumentos son considerables y no me propongo rebatirlos: pero sí matizarlos, haciendo ver que se equivocan de blanco, al apuntar contra los medios como últimos responsables. En realidad, la televisión sólo es una pantalla distractiva (en el sentido de cortina de humo, cabeza de turco o biombo de camuflaje), destinada a entretenernos para que no nos fijemos en los auténticos responsables. Por eso me parece más apropiado identificar la ideología dominante no con la televisión, que sólo es un fútil juguete infantil, sino con la telefobia. El verdadero pensamiento único impuesto por nuestros mandarines culturales es el odio a la televisión. Y tanto nos preocupa nuestra telefobia que dejamos de ocuparnos de quienes ejercen el poder a su costa. Pues se nos domina no por medio de la televisión, sino por miedo a la televisión. Obsesionados por nuestro temor reverencial al poder mediático, olvidamos cuestionar el ejercicio real del poder efectivo, que no es precisamente cultural, sino político.

Como la hospitalidad de estas páginas es breve, debo reducir al mínimo mi argumentación. Por eso resumiré en dos las acusaciones telefóbicas de Bourdieu y Sartori, para centrarme después sólo en la segunda. Ante todo, se supone que la telelatría (el culto idólatra o ideológico a la televisión) erige la espectacularidad como único imperativo categórico al que debe someterse tanto la cultura como la opinión pública: y esto es malo porque censura la información crítica (principio de realidad), que es seleccionada sólo en función de su espectacularidad (principio de placer). Bien, esto es verdad. Pero presenta una implicación indirecta que no resulta despreciable. Como ha demostrado Norbert Elias, el origen británico de la democracia parlamentaria y del deporte moderno se basó en la presencia de un público de espectadores que exigía limpieza en la contienda electoral y deportiva: el fair play o respeto a las reglas de juego, de cuya pública vigilancia se encargó la naciente prensa. Por eso, el que hoy la política se haya convertido en un espectáculo puede parecer lamentable a los puristas, pero es que sólo así se garantiza la lucha contra la corrupción, pues los espectadores imparciales rechazan airados el aborrecible tongo que los militantes partidistas aplauden con indulgencia. Además, cuando la democracia no es directa, sino representativa, sólo su conversión en espectáculo público permite incentivar la entusiasta participación ciudadana en la fiesta del poder.

El otro gran argumento aducido por la cruzada telefóbica es la pérdida de autonomía de la política (y de las demás esferas culturales, como el arte o la ciencia, que para Bourdieu debieran ser inaccesibles torres de marfil, cuando hoy aparecen sometidas a la definición mediática de la realidad). Al decir de Sartori, la televisión ha colonizado y sometido la cosa pública por partida doble, pues si por un lado los medios suplen y expropian a los actores políticos y a las instituciones democráticas (definiendo la agenda, formando la opinión pública, etcétera), por otro lado sustituyen y suplantan a los líderes de opinión y a los grupos de referencia. Así es como, parafraseando a McLuhan, Sartori ha podido decir que "los medios son los partidos" (ya que desempeñan su función y ocupan su lugar), a lo que podría añadirse con la misma lógica que los medios son, ya, la sociedad civil.

Este argumento parece sólido y consistente, y suele rebatirse sosteniendo que la política, en democracia, no debe ser autónoma, sino que ha de estar controlada por la opinión publicada: de ahí la necesidad del cuarto poder, capaz de reequilibrar a los otros tres de acuerdo a Montesquieu. Bien, esto es verdad, pero no anula la fuerza del argumento de Sartori: ¿han roto los medios esa necesaria separación de poderes, al invadir la esfera de la política sometiendo y anulando su capacidad de decisión e iniciativa? Aquí es donde me atrevo a introducir un matiz. Si los medios han podido invadir con tanta facilidad la esfera política, ¿no será (como en la invasión árabe de la península Ibérica) porque en ésta se había producido un vacío de poder que facilitaba la invasión (dado el descrédito de lo público y la corrupción de la democracia), o porque desde la misma esfera política se ha invitado a los medios a que invadan y desempeñen sus propias competencias? Vistas así las cosas, puede plantearse una hipótesis clausewitzeana de continuidad entre medios y democracia. La videopolítica (tal como la llama Sartori) no sería sino la continuación de la vieja lucha política por otros medios, ayer sólo caciquiles y hoy además audiovisuales de masas. Y si en la lucha por el poder hay continuidad entre la lucha política y la lucha mediática, para despejar la incógnita planteada por Sartori sólo hay que averiguar, como en la Alicia de Carroll, quién es el que manda. Aquí es donde puede introducirse el ejemplo español como análisis de caso: la llamada guerra digital que tuvo lugar el año pasado ¿representaba una invasión de la política por los medios o a la inversa? No sé qué pensará Sartori, pero me parece evidente que el caso español demuestra no sólo la plena autonomía de la política, sino lo que es más: el total sometimiento de los medios, televisión incluida, a la lógica política de la lucha por el poder.

Y eso no sólo ahora, durante la reciente batalla digital, sino también mucho antes. Véase, para el caso, la cruzada mediática contra el felipismo desatada desde el 93, o incluso la actuación entera de la prensa durante el franquismo tardío y toda la transición. De siempre, los medios españoles han estado alineados en función del poder, participando en la lucha política como aparatos ideológicos de propaganda. Y hoy, bajo Aznar y Ramírez, tanto como antes, bajo Franco y Fraga. Lo cual desmiente y refuta la hipótesis de Sartori, pues el caso español no parece una excepción. Nada, pues, de telefobia, pues el problema no reside en Rodríguez, López-Amor o Sainz de Buruaga. La clave, como siempre, sólo arraiga en el abuso de poder.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.

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