La oportunidad de Clinton
El presidente Bill Clinton mintió cuando dijo que no había tenido relaciones sexuales con la ex becaria de la Casa Blanca Monica Lewinsky, según reconoció en la madrugada del martes en una alocución televisada, y presumiblemente también en su declaración pocas horas antes a un gran jurado, que estudia la eventual recomendación de que se le procese por obstrucción a la justicia. De nada vale que en su estilo inimitable haya calificado Clinton esa mentira de conducta inapropiada y que sostenga contra toda razón que legalmente no mintió, sino que no dijo toda la verdad. Las primeras reacciones de la opinión pública siguen siendo mayoritariamente favorables a que se ponga fin a esta persecución organizada, en la que una conducta que debería ser de consideración estrictamente privada se ha convertido, a causa de una mentira dicha en una declaración testifical -en el caso de Paula Jones, quien acusaba al presidente de acoso sexual- en una cuestión de Estado. Sin embargo, el parecer del establishment liberal norteamericano es el de que Clinton ha perdido una oportunidad de pedir perdón sin ambages, de reconocer su culpa y de apelar al buen sentido de la ciudadanía desde la contrición culpable.
Al contrario, el presidente, según una línea ya bien conocida de su personalidad, ha querido pagar el mínimo precio político por su indiscutible error: no dije toda la verdad, pero tampoco mentí. Sólo desde un cinismo leguleyo son compatibles ambos propósitos.
Éste es un caso en el que todos, salvo Hillary Rodham Clinton, que ha dado pruebas de una serenidad, lealtad y dignidad más allá de toda ponderación, salen extraordinariamente malparados. Primero, está una coalición de hecho de enemigos irreconciliables del presidente, formada por ultraderechistas para los que la moral es una vía angosta de imposible tránsito hasta para los ángeles, intereses económicos a los que no gustaba que Clinton pensara en excentricidades europeas como la pretensión de establecer una seguridad social para todos y oportunistas del partido republicano que aspiran a maniatarle durante el resto de su segundo mandato para dificultar la posibilidad de que otro demócrata, el vicepresidente Al Gore, le suceda y encontrarse así con la amenaza de hasta 16 años seguidos de presidencia en manos del partido rival.
A continuación está el propio Clinton que, seguramente, tenía buenas probabilidades de pasar página, como pretende ahora, si hubiera reconocido a tiempo su affaire con Lewinsky y se hubiera excusado por ello, o cuando menos, no hubiera hecho espectáculo de su desmentido. Pero su innata facilidad para salir de todo tipo de embrollos ha sido mala consejera esta vez, y la mentira pública, comprensible desde una óptica puramente humana, pero imposible de justificar en ese punto de tan difícil establecimiento en el que la vivencia personal se confunde con la actuación oficial, le perseguirá con toda seguridad durante el resto de su mandato. Pero, por último, lo peor de todo es el efecto que un asunto que la habitual tolerancia europea en cuestiones de moral íntima calificaría seguramente de trivial, ha causado ya un daño irreparable a la presidencia de Clinton. El semanario Time hablaba ya, inmediatamente antes de la deposición del hombre de la Casa Blanca, de un mandato "con las manos atadas en el exterior y una agenda destruida en lo interior". Sin comerlo ni beberlo, el proceso de paz árabe-israelí, la profusa complicación de los Balcanes, la pelea sostenida de Estados Unidos con Irak y la propia expectativa del África negra, que Clinton tanto decía llevar en el corazón, son cuestiones hoy dejadas de la mano de Dios, o en las que, más grave aún, puede darse una intervención presidencial guiada antes por conveniencias domésticas -en sentido estricto y en el figurado- que por razones más objetivas.
A la espera del informe que el fiscal especial del caso, Kenneth Starr, deberá redactar teniendo en cuenta las opiniones del gran jurado, es prematuro juzgar qué probabilidades hay de un proceso político contra Clinton, que pudiera derivar en su separación del cargo. La opinión no parece hoy inclinada a extremosidades, aunque el mañana está siempre por escribir. De lo que no cabe ninguna duda es de que un presidente tan cargado de ambición y de promesas ha malgastado ya gran parte de su capital simbólico. Una verdadera tragedia americana: tan casera pero tan universal.
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